Reseñas

En Las Naves del Español, sala Max Aub se representa
“Tierra del Fuego”, una obra de Mario Diament dirigida por Claudio Tolcachir hasta el día 5 de junio.








Nos gusto lo que vimos, no nos gusto lo que escuchamos. 

Me explico: nos gustó la puesta del director judeo-argentino Claudio Tolcachir, es impecable. Un espacio minimalista, que se va abriendo o cerrando con el movimiento realizado por los actores, de una mesa y seis sillas, cerrado a foro por la representación escenográfica de “el muro” (cuando se habla de Israel sabemos lo que representa “el muro”). Diagonales y rectas que se trazan desde una poética puesta de luces que valorizan la escena. Y extremos del proscenio que se abren ¿al abismo? desde donde bucea Yael Alón (Alicia Borrachero), la mujer israelí que ha sufrido un atentado palestino en el que murió su mejor amiga. Busca respuestas con las que no sabrá que hacer, o por lo menos nosotros no lo sabremos, porque la escena final no nos pareció creíble: sentimos que había que terminar la obra con un mensaje esperanzadoramente forzado. ¿Por qué? 

No nos gustó el texto de Mario Diament, dramaturgo, periodista y narrador judeo argentino. ¿Por qué?, porque es un texto totalmente desbalanceado. Hassan El-Fawzi (Abedelatif Hawidar), el terrorista que cometió el atentado, personaje que encarna, digamos, la causa palestina, defiende ésta con todas sus verdades en, si mal no recuerdo ya que no tengo el texto y escribo esto al día siguiente de ver la obra, cuatro o cinco extensos monólogos en los que el actor pone “toda la carne al asador”. Es verdadero y conmovedor en su “santa indignación”. Seguimos planteando los planos: la causa israelí es defendida por Gueula Golán (Malena Gutierrez), la madre de la amiga asesinada, en un corto monólogo que la actriz defiende con hondura a pesar de su brevedad y sus lugares comunes. Con una excepción: cuando nombra a la comunidad iraquí que fue deportada en su totalidad, 150.000 personas, después de la guerra del 48, comunidad asentada en Iraq desde hacía cientos de años y que comenzó a sufrir pogromos y confiscaciones desde 1941. Aunque la referencia es muy breve confiamos en que haya sido registrada por algunos espectadores inquietos y que su curiosidad los lleve hasta Google.

Hemos escuchado: “Los niños palestinos cuando ven la estrella de David ven la cruz gamada que veían los niños judíos…”, “… Lamentamos lo que les sucedió a los judíos en el Holocausto, pero nosotros no tenemos la culpa”, etcétra. Uno tras otro se desgranan en el escenario todos los lugares comunes, que son bien recibidos por un público entregado.

La guinda la puso Dan Alón (Juan Calot), padre de la protagonista, al que se presenta como un oficial del ejército israelí durante la guerra del 48, cuando le cuenta su hija que un soldado, sobreviviente de Auschwitz, muy nervioso confunde un objeto redondo con una granada y mata a un niño convirtiéndose así en un asesino. Sin más comentarios.

¿Qué nos ha faltado? Textos que equilibraran la balanza, más referencia a los años, que fueron muchos, ¿más de cien?, en los que árabes y judíos convivían con más o menos conflictos pero no en guerra. Faltó poner el acento en que los judíos no llegaron en el año 1948, porque Israel no se creó por la Shoá sino a pesar de ella. Un solo dato: la Universidad Hebrea de Jerusalén fue creada en 1905, la orquesta sinfónica de Palestina en 1936. y más…

La dirección de actores nos permitió disfrutar de un homogéneo elenco que agradecemos como espectadores.

No sabemos cuál ha sido la intención del autor y el director de Tierra del Fuego, solo sabemos que se nos ofreció un espectáculo “políticamente correcto” desde el punto de vista de los críticos de Israel, con argumentos que podemos escuchar todos los días en los medios de comunicación. Una lástima de oportunidad perdida porque no fue la exposición ecuánime que el público, en mi opinión, merecía.












RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS DE RAÍCES DE PRIMAVERA


Mario Muchnik, el hombre que siempre pierde su alma pero vuelve a encontrarla

· Mario Muchnik: Ajuste de cuentos. Barcelona: El Aleph, 2013. 250 pp.
Como narran los datos canónicos, Mario Muchnik se licenció en la Universidad de Columbia en Física en 1953 y cinco años después se doctoró en Roma, aunque su dedicación a las ciencias acabaría en 1966, cuando se encuentra para trabajar con Robert Laffont en París.
Su padre le regaló un pasaje barato a Italia y se deslizó hasta la capital como pudo y ahí va enhebrando sus aventuras vitales, las literarias y las otras. Años después, en 1973 funda con su padre, Jacobo, Muchnik Editores en Barcelona, que en la actualidad lleva el nombre de El Aleph, la primera letra, por cierto, del alfabeto hebreo que ahora le publica su penúltimo, Ajuste de cuentos.
Las historias de la pérdida sucesiva de sus editoriales por parte de este fotógrafo, escritor infatigable y editor, son de todos conocidas. Nos quedamos compungidos y sorprendidos ante los avatares de este viejo lobo de mar, que aunque muy cansado, sin posibles y con una salud frágil, sale a defender el castillo, para demostrar, una vez más, que lo mejor es la escritura y que no hay enfermedades, ni penurias económicas, ni razones crematísticas para los elegidos por los dioses, porque eso queda para los simples mortales.
Para muchos, Muchnik es una línea continua que, como trazada en un mapamundi, arranca en Buenos Aires en 1931 y va recorriendo etapas lastradas de vivencias, hijos, nietos y huellas. Pero también su compañera de cincuenta años, Nicole, y viajar y el sexo o mejor todavía, el descubrimiento y el disfrute de la sexualidad. Los perfumes y el tacto y todas esas geografías transitadas con fervor, que lo redimen, que lo acompañan, que lo consuelan. Dappertutto.
Y los lugares a los que se aferra cuando cuenta Volterra, Roma, Nápoles, París y Buenos Aires. La capital argentina inaugura su libro y van serpenteando los recuerdos de barrio en barrio, de calle en calle, de postal en postal (Mario abriga un corazón partido en dos por la imagen, siempre presente y la palabra, obligatoria y necesaria) en un arcoiris que parte desde la luz primigenia de un lugar nutricio, fundacional, hasta las sombras cenagosas de la dictadura, del destierro, del no regreso a la patria (en su acepción más latina de la constelación del padre).
E intenta explicar –y lo hace bien– por qué abandonó su ciudad y por qué no regresa. Constante trashumante, nómada de sí mismo lleva sin embargo, infatigable, todas sus casas a cuestas y su obra y sus anhelos. Con una claridad que nos duele, porque la compartimos, porque no nos deja escamotearla entre los pliegues de los sentimientos y de las emociones, no escribe para quedar bien, ni siquiera para ser políticamente correcto como tantos.
Su prosa es el fluir de su conciencia y de la nuestra. Una vez me lo encontré con Nicole a la salida de la presentación de un libro en el Círculo de Bellas Artes cuyo nombre no recuerdo y estuve tentada de decirle cuánto lo admiraba, lo que su ejemplo significaba para mí. Pero no sentí que fuera la ocasión propicia y así mis requiebros siguen siendo literarios y se mantienen a lo lejos.
Ajuste de cuentos es su quinto libro de memorias, desde el primero que despertó tanta expectación y se sigue estudiando en las escuelas literarias, Lo peor no son los autores.
Después de publicar a titanes como Primo Levi, Elías Canetti o Elie Wiesel, de atravesar el espejo como Alicia con De parte de la princesa muerta de Kenizé Mourad o más recientemente Guerra y paz de Tolstói, Muchnik sigue persiguiendo «la línea de sombra» o lo que sea eso.
En una época en que la envidia es uno de los motores de la humanidad, la mezquindad, la falta de talento reconocida como un mérito en el interminable ejército de borregos que nos escoltan cada día, la afición desmedida por el éxito fácil, el reconocimiento y el dinero, más que una explosión de artista, de escritor, de editor, Mario Muchnik es un ejemplo de honradez y un modelo limpio y transparente de ser humano. Una especie de cometa incandescente.
Uno de sus amigos me informó hace meses que «Muchnik estaba mal y en una situación complicada». Desgraciadamente también eso pueda que sea cierto. La trampa, el descuido voluntario, la traición es que solo me contó eso. Puede que el escritor, el editor, el fotógrafo, tengan problemas, pero ¡cómo surfean!
El tesoro, la salud y el patrimonio de alguien que dice que «Lo más irritante de escribir memorias es lo difícil que resulta no mentir. No mentirse» están intactos. Lo demás es condición física, carne, huesos, arterias que solo aparecen en la Wikipedia donde no habita Mario porque eso queda para la tabla periódica de los elementos o la descripción mortuoria y congelada de las fanerógamas recogidas en un herbario.
Usted está muy vivo, maestro, siga de pie aunque sea contra el viento, luchando usted sí contra los elementos, porque lo suyo no fue, no ha sido nunca y no será, bajar los brazos, ni mucho menos, agachar la cabeza, ni abandonar, ni entregarse derrotado.
Alicia Perris

Únicos y solos

· David Grossman y Michal Rovner: El abrazo. Traducción del hebreo de Raquel García Lozano. Madrid: Ed. Sextopiso, 2013. 40 pp.
¿Qué decir de esta pequeña joya firmada por David Grossman y Michal Rovner que no se convierta en una copia disminuida del contenido verbal y visual de las extraordinarias treinta y una páginas que la forman en su traducción al español? Una reseña diría menos, a buen seguro, pero utilizaría más palabras y hasta podría cansar al lector. Insuficiente sería anunciarla como una mercancía apta para el consumo de un público de todas las edades. Injusto obviarla o dejarla caer en el saco sin fondo de la literatura hecha a la medida de niños y jóvenes. Una ofensa sería, en definitiva, hablar por hablar, o escribir por escribir, porque hay que llenar un hueco en una revista.
¿Por qué no entonces utilizar el abrazo que nos proponen David Grossman y Michal Rovner para pensar en todo aquello que nos hace solos y únicos? En los temores que nos constituyen, en las carencias que nos conectan con lo trascendente que habita en nosotros y en el consuelo con que nos regalan muy pocas pero indispensables obras de arte y de literatura.
En ese poema a dos que es El abrazo, una madre y su hijo salen a pasear por el campo, al atardecer. «Eres un cielo», le dice la madre a Ben, «…¡no hay otro como tú en el mundo entero!». Incapaz de comprender el sentido de las palabras, el pequeño Ben se asusta. Y vuelve a preguntar. En el centro de un lienzo donde la naturaleza se anuncia con apenas un montículo de hierba gris y algún que otro árbol, madre e hijo, siluetas esbozadas con el pincel minimalista y expresivo de Michal Rovner, entablan un diálogo sobre la soledad y la existencia.
En el texto Perek Shirá (Canción de la naturaleza), de autoría y fecha de composición desconocidas, y hecho de citas del Talmud, los Salmos, el Pentateuco y otros escritos, el mundo natural presenta características propias de los seres humanos y, según el editor de la versión en inglés Rabbi Natan Slifkin, pretende que el lector se implique en la contemplación de la naturaleza y la utilice como ejemplo del que aprender. El gallo alerta sobre las obligaciones, el día es luz e inspiración, la grulla es expresión de individualidad, las estrellas dan testimonio de la grandeza de Dios y el sol, por citar algunos ejemplos, representa la esperanza en medio de la oscuridad. Por su parte, sirviéndose de algunos de estos elementos concretos y perceptibles (el cielo, el sol, los árboles, la hierba, el perro, las hormigas, las cigüeñas), en El abrazo, David Grossman, a través del diálogo entre la madre y Ben, y Michal Rovner, con unas figuras humanas que apenas son esbozos de grafito, hablan de lo imperceptible: la unicidad de la existencia y, por ende, del miedo a la soledad.
El atardecer, la frontera entre el fin de la luz y la incertidumbre de la noche, es el momento del diálogo. Para la madre el niño es un cielo, el lugar donde contemplar la vastedad de la existencia, esto es, atmósfera y aire, donde sale el sol y aparecen la luna y las estrellas, de donde llega la lluvia y la sequía, donde se forman las nubes. Las cigüeñas representan la amabilidad porque comparten la comida con sus compañeros y, en el Perek Shirá aparecen introducidas por el versículo de Isaías 40:2 –«Hablad al corazón de Jerusalén, y anunciadle que su tiempo de servicio se ha cumplido, que está apagada su culpa, porque ha recibido de la mano del Eterno el doble de castigo por todos sus pecados»–; pájaros en tránsito, tal vez evoquen las 300.000 cigüeñas en migración que se contaron en Israel en la primavera de 1984. Tampoco hay en el mundo ninguna perra como Maravilla. Y a pesar de que todas parecen iguales cada una de las hormigas –«¡Observa las hormigas, perezoso! Mira sus caminos y sé sabio» (Proverbios 6:6)– es un ser único; una camina deprisa y otra despacio, una carga una gran hoja y otra sólo arrastra un grano.
La madre no puede saber si cada uno de esos seres con los que se han topado en el paseo por el campo, al atardecer, conoce el sentido de ser único y sentirse solo. No tiene forma de responder a la pregunta de Ben: «¿Esa hormiga de ahí sabe que sólo hay una como ella en el mundo entero?». Sí sabe, en cambio, que hay una forma de mitigar la angustia que siente Ben ante el descubrimiento de esa condición existencial, una forma de redimirlo del miedo a la soledad a que lo conduce la conciencia de la unicidad: el abrazo, el contacto, la caricia de la que habló Lévinas, eso que, por otra parte, distingue a los humanos del resto de los seres vivos.
Leah Bonnín

Eichman y Arendt salen a escena en la obra teatral de Luis Agius

· Luis Agius: Mi nombre es Sarah. Madrid: Ediciones Antígona, 2013. 74 pp.
Acaba de aparecer Mi nombre es Sarah, una obra de teatro de Luis Agius, destacado compositor, concertista de piano y escritor madrileño, escrita en 2011, no representada aún. El autor, ganador de varios premios por sus creaciones musicales, y receptor de patrocinios, entre ellos para la grabación de su ópera Monsalvat, también ha escrito la obra de teatro Todos somos Albert Camus. En Mi nombre es Sarah, Agius ofrece un enfrentamiento imaginario entre Adolf Eichmann y Hannah Arendt.
En estos tiempos de desinformación y negación de la Shoá, un diálogo de esta naturaleza podría crear en un espectador desprevenido la impresión que el autor los ha puesto en pie de igualdad. Esa no es por cierto la intención de Luis Agius. En cambio su texto teatral parece defender por un lado el argumento de Hannah Arendt sobre lo que ella ha injustamente considerado como cooperación de los dirigentes judíos en la ejecución del Holocausto, y en cuanto a Eichmann la defensa de su teoría sobre la banalidad del mal. Hubiese sido deseable presentarla como lo que realmente fue, una víctima ingenua del infernal juego teatral de Eichmann, demasiado pagada de sí misma como para informarse de que su antagonista no fue en absoluto banal ni tampoco un simple burócrata sino un promotor de matanzas y organizador activo del más grande genocidio que ha conocido la historia. Hubiera debido leer el conocido reportaje realizado a Eichmann por el nazi Willem Sassen en Buenos Aires.
El escenario parece ser demasiado pequeño como para abarcar la monstruosidad de Eichmann, pero Luis Agius lo ha intentado con honestidad y buena fe. En cuanto al otro personaje, no olvidemos que si el mal es banal lo es también el bien, y por extensión la vida toda, un aserción totalmente subjetiva, en modo alguno generalizable, que puede provenir únicamente de una persona en actitud de blasé, palabra que en francés se entiende como hastiado, indiferente y condescendiente, de alguien que en su esnobismo y egocentrismo pretende cree y hace creer que lo ha visto todo, lo sabe todo mejor, y por lo tanto intenta imponer en forma obsesiva una realidad inexistente.
Jacobo Kaufmann

Debatirse entre las múltiples definiciones de la indefinible judeidad

· Arnoldo Liberman: Simplemente además... Senderos y enigmas de mi judeidad. Madrid: Sefarad Editores, 2014. 260 pp.
Es posible que el lector atento a la trayectoria intelectual de Arnoldo Liberman (como es mi caso), encuentre que este libro es de toda su obra el que más se aproxima a la dimensión religiosa. No es raro que algunos pensadores (René Girard, Gianni Vattimo, Jacques Derrida son claros ejemplos) experimenten, en el tránsito hacia la madurez de su reflexión, la necesidad de acercarse al interrogante sobre Dios. Desde luego, el modo en que Liberman lo hace (al igual que los filósofos que acabo de nombrar) no supone exactamente la idea de abrazar una fe tardía. Su religiosidad debe entenderse en el sentido de una búsqueda incesante en torno a los enigmas que desde siempre han obsesionado a este autor, para quien lo humano constituye un objeto de reflexión inagotable. El hecho de que Arnoldo Liberman pueda abordar dichos enigmas desde su múltiple condición de psicoanalista, experto en crítica musical y filósofo, le otorga a su pensamiento una potencia infrecuente.
Él mismo se define, en última instancia, como un artesano de la palabra, que sentado frente al industrioso telar del lenguaje va urdiendo una trama en la que se dibuja un recorrido que ahonda en las preguntas esenciales y siempre irresueltas sobre la condición judía. Pero aunque el subtítulo del libro pueda provocar de inmediato una deducción sobre su propósito, la «judeidad» es –al menos en mi lectura– un vehículo destinado a ahondar en el misterio del ser, razón por la cual esta obra excede todo el tiempo los límites de su propio objetivo para elevarse a una categoría aún mayor que involucra a todos los hombres y mujeres que todavía están dispuestos a aventurarse en el riesgo de las grandes preguntas.
Este libro se inicia con una carta, titulada «Carta abierta al amigo español», en la que –con su acostumbrado lirismo– Liberman expresa el doloroso sentimiento de que en el diálogo con los gentiles, incluso con aquellos que le son más íntimos y cercanos, algo de sí mismo debe ocultarse. Arnoldo confiesa su vivencia de que esa amistad y confianza envuelve siempre un punto de oscuridad, que indefectiblemente acaba por imponerse como una evidencia cegadora, un silencio que retorna como un grito, un disimulo que se vuelve grotesco. Frente al otro, al español encarnado en el hombre de buena voluntad que se presta a un amor sincero y desinteresado, Liberman no puede evitar el desasosiego de sentir que su condición de judío queda excluida. La carta, que es en última instancia una metáfora del drama inmemorial del judaísmo, es al mismo tiempo el testimonio de algo mucho más profundo aún: esa división insalvable entre el judío y el Otro, es también la división y el conflicto que habita en el seno mismo del hombre judío, en la medida en que su identidad –como la de todo ser humano– confina inevitablemente con lo imposible.
El recorrido de esta obra es un viaje por las reflexiones de innumerables pensadores que han aportado su luz al problema de la identidad. No solo la identidad del judío para sí mismo, sino también y fundamentalmente para los otros. El drama interminable de ser judío es la condena de encarnar para los otros lo más radicalmente Otro, la otredad extrema, y la diabólica paradoja de que es en ello en lo que posiblemente radique para el judío lo más parecido a una identidad. El esfuerzo de Liberman por reunir lo más excelente del pensamiento judío en su intento de definir la identidad de este pueblo, es para mí la prueba más fehaciente de que esa identidad es indefinible, que supone un misterio cuyo sentido se aleja a medida que aumentan las palabras para nombrarlo. Esta obra, más que ninguna de las anteriores, nos muestra al autor debatiéndose entre múltiples definiciones de la judeidad, todas ellas insuficientes para decir lo imposible, ese real que en la historia representa el vacío donde el ser humano vierte aquello que aborrece de su propia existencia. En algunas páginas leeremos que el judaísmo no puede reducirse a un credo, mientras que en otras veremos al autor defender la tesis de que no se puede ser judío sin Dios y sin la Torá. La conmovedora honestidad intelectual de Arnoldo Liberman lo sacude permanentemente. Su escritura es un mar embravecido en el que el autor navega sin retroceder. Lucha contra la ignominia del antisemitismo, lucha contra sus propias contradicciones por las que admite a la vez el ateísmo y Dios, en su denodado afán por contribuir a la memoria como símbolo de la dignidad por la que todo sacrificio es poco.
Debo destacar, por su magnífica lucidez, el modo en que denuncia la hipocresía de la izquierda europea, que ha encontrado un modo sutil, elegante y «políticamente correcto», de trasvestir el antisemitismo con la defensa de la causa palestina. Una causa cuya legitimidad queda fuera de cualquier discusión, pero que las almas bienintencionadas de la izquierda han secuestrado en beneficio de dudosos propósitos. El antisemitismo de la derecha, desenfadado y envalentonado por el oportunismo de los tiempos actuales, acaba siendo al menos más honesto que los rastreros argumentos de la progresía izquierdosa.
Este libro, como nos tiene acostumbrados su autor, invita a una reflexión muy profunda. Su lectura no basta: es tan solo el instante de ver. Luego el lector debe entregarse a un tiempo de comprender, para finalmente alcanzar el momento de concluir. Cuestiones de extrema gravedad se ponen sobre la mesa. Auschwitz como marca imborrable de una inflexión definitiva en la historia de la humanidad.
Si algo debo cuestionar en esta obra es que, del mismo modo que tantos pensadores y teólogos lo han hecho, se asocie a Dios con lo Absoluto. Hasta el presente, solo Auschwitz es merecedor de ese título. Dios, ante semejante abismo, es apenas una criatura caprichosa, capaz de algunos prodigios mágicos que se sostienen solo a condición de que uno no pierda la fe en Él.
Y es aconsejable que la conclusión no sea apresurada. Porque Arnoldo Liberman es un escritor poliédrico, y su escritura un caleidoscopio al que conviene mirar en toda su intencionada equivocidad. Una fuga de ideas, en el sentido musical del término, que van cobrando una estructura de rizoma, en el sentido deleuziano, y que dejan abiertas todas las preguntas. Solo que para alcanzar ese propósito, ha debido primero romperlas, fragmentarlas hasta extraer de ellas el espíritu de lo contradictorio, lo paradójico, lo múltiple. Así, un libro que promete una respuesta sobre el Uno de la identidad, acaba entregándonos una sinfonía sobre lo incontable de la diferencia.
Gustavo Dessal

Sentado en el Café San Marco de Trieste

· Stelio Vinci: Al Caffè San Marco. Un secolo di storia e cultura in un caffè. Fotografías de Claudio Ernè. Trieste: Comunicarte Edizioni / Libreria Antiquaria Umberto Saba, 2013.
Siempre hay una primera vez. Pero es raro que recuerde el momento en que entré por primera vez al café San Marco. Eso debe haber sido a comienzos de los años ochenta, cuando vine a Trieste (¡también por primera vez!). Me acompañaba mi esposa, Patrizia Runfola, la autora de Lezioni di tenebre, una soberbia obra de ficción con prólogo de Claudio Magris. Habíamos venido a visitar a un pintor napolitano que en aquel tiempo tenía una relación con una joven enfermera de Trieste. Desde lo alto del edificio en el que nos encontrábamos podíamos contemplar una amplia plaza donde funcionaba el mercado de blue jeans, que pertenecía casi exclusivamente a los que entonces se llamaban «Yougos».
Lo primero que me impresionó de ese café fueron sus dimensiones extraordinarias, fuera de lo normal, sobre todo para una ciudad que en aquella época daba la impresión de haber sido, por lo menos en parte, abandonada. Es cierto que la bora no soplaba de manera violenta, pero cuando caía la noche estaba bastante fresco y eso no invitaba a salir tarde. Su escasa iluminación, su gran mostrador de madera, sus mesas y sus sillas de otra época, sus decoraciones inclasificables (no había sabido entonces otorgarles una fecha precisa, pero me pareció que podían ubicarse entre el último tercio del siglo xix y el primero del siguiente), su silencio, apenas perturbado por el ruido de la máquina de café, que era una suerte de instrumento musical (algo así como un limonaire, pero más discreto) que silbaba y lanzaba alarmadas notas a un espacio no perturbado por ningún otro sonido. Los ruidos de la calle no penetraban hasta allí. Ni ningún otro ruido que pudiera alterar ese universo voluntariamente liberado de las contingencias de la vida urbana. Había unos pocos clientes que cuchicheaban y tomaban su café o su vino efervescente. Yo los consideraba como conspiradores que esperaban a un nuevo Gabriele D’Annunzio para recuperar el Fiume con un grupo de viejos combatientes que aún tuvieran ganas de pelear. En realidad, esos fantasmas no eran míos, pero en el fondo creía que en un lugar así era muy fácil dejar volar la imaginación.
Lo que sí es cierto es que las descripciones del Café Central que hicieron célebres autores de la gran época de Viena, calificándolo de «Templo de Horus» y de catedral de la sombra (cito de memoria) podrían muy bien corresponder a la atmósfera del San Marco. Era un establecimiento a la vez soberbio, desconcertante y de una melancolía que se experimentaba apenas se daban dos pasos en su interior. Era verdaderamente una zona de intensa nostalgia y aflicción en una ciudad que estaba, ella misma, marcada por los mismos estigmas. Se penetraba en el territorio de Plutón, y a nadie le hubiera sorprendido que acudiera a servirlo una Proserpina. Se respiraba el perfume del pasado, no un olor a moho sino el de decenios ya lejanos, cuando Trieste era todavía un puerto muy activo, o cuando se la llamaba «Puerta de Sión» por sus buques sobrecargados de colonos sionistas que en el período de entreguerras partían hacia Palestina. En todo lo que he podido leer acerca del San Marco, nadie lo describió jamás como si fuese un punto de encuentro de comerciantes y bolsistas del Imperio Austrohúngaro, zumbante de movimientos y animadas discusiones. Siempre nos es presentado como una reunión discreta y elegante de gente de letras, que justamente amaba disfrutar de esa calma propicia a la reflexión, a la lectura de algunos y a la conversación de otros. Es, por lo demás, el fruto de leyendas, cada una de ellas más estrafalaria que la otra, como por ejemplo la que sostiene la existencia de un túnel subterráneo que conectaría el café con la gran sinagoga que está detrás y da sobre la calle paralela (que podría, sin dificultad, dar cabida a todo lo que queda de la población judía de Trieste…). ¡Es Eugène Sue puro, la novela popular francesa con sus vuelcos descabellados! Y existen todavía algunas otras que alimentan la imaginación ya fecunda de sus habitués.
De Gianni Stuparich a Giorgio Voghera, que vino al café, con su larga barba blanca, hasta la víspera misma de su desaparición, lo han frecuentado numerosos hombres de letras (y algunas mujeres) que le han dado su alma y han forjado, a partir de entonces, una historia prestigiosa. Aún más, de este asunto no se conoce todo, porque por ejemplo, ¿quién sabe si Ettore Schmidt no vino aquí, en compañía de su profesor de inglés de la Berlitz, James Joyce? Algunos contaron en sus memorias lo que habían visto aquí, pero muchos jamás hablaron de eso. Y cuando Svevo relata en su novela una escena que transcurre en un café, es imposible saber de qué café se trata, pues nunca se agrega el menor detalle referido al ambiente. En su obra, todo sucede en un no-lugar. También lo es el San Marco. Pero de otro modo. Se nutre de una multitud de objetos y, en particular, de detalles curiosos. Miren los medallones que rodean la sala (las dos salas, sería necesario decir). Son extraños, ¿verdad? Deben saber que fueron pintados por Vittorio Timmel, un pintor por lo menos extraño que había partido a Viena para estudiar con Gustav Klimt (quien no quiso saber nada de él), regresó a Trieste, y poco a poco fue hundiéndose en la locura que lo recluyó durante muy largos años en un hospital psiquiátrico.
La novedad (quiero hablar de estos últimos años) es que una nueva generación de escritores ha reemplazado a la vieja, eso es lógico. Lo que no lo es tanto es el hecho de que son, en su mayoría, escritores extranjeros que han elegido instalarse en esta ciudad del fin del mundo que aún lo sigue siendo, si bien ya no existe frontera alguna con Yugoeslavia, desaparecida en la guerra horrorosa que causó el desmantelamiento de esa sólida federación comunista y dejó lugar a Eslovenia. Son los mitos los que gobiernan a la humanidad, y Trieste ha llegado a ser uno de ellos. También el café San Marco.
No por eso deja de ser cierto que un individuo reina como maestro absoluto en este «reino de sombras», quiero hablar de Claudio Magris. Tiene su mesa reservada a perpetuidad, al fondo, a la izquierda de la entrada (¡y guay de quien pretenda ocuparla!). También su retrato está allí, colgado en uno de los pilares. Es la obra de un amigo común, natural de Roma, que vino a instalarse en Trieste por no sé qué razón. Se había vinculado con el autor de El Danubio y le regaló ese retrato, que es el único en un lugar donde, sin embargo, nombres muy grandes de la literatura han dejado su impronta. Pero a Magris lo he visto en el San Marco sólo en ocasiones públicas, tales como lecturas, debates o entregas de premios, que generalmente tenían lugar a última hora de la tarde y cambiaban totalmente el genio nostálgico de este santuario de un irredentismo que no tiene nada de político ni de nacionalista, sino que es puramente intelectual. Lo conocí en un café de Viena, nos volvimos a ver en París y en Trieste, una vez en Antibes. Creo que me he sentado con él a esa famosa y sacrosanta mesa sólo una vez.
El San Marco no es un museo. Es un lugar para vivir en el presente, y no hay ninguna necesidad de hacer girar las mesas para tener una discusión franca con esos seres que nos hacen soñar con sus novelas, sus escritos poéticos, sus ensayos o sus artículos. Están en un rincón de la sala y permanecen bien anclados bajo este cielorraso de ultratumba, para recordarnos que a aquello que ha contribuido a la creación del mito triestino, nosotros debemos continuarlo y otorgarle una grandeza aún mayor con nuestras propias ideas y nuestras propias palabras. Y eso vale para mí, francés, que tras otros vine para encontrar una fuente de juvencia cultural en esta urbanidad sin igual.
Al Caffè San Marco. Un secolo di storia e cultura in un caffè incluye textos de Stelio Vinci, Claudio Magris, Giorgio Voghera, Fulvio Tomizza, Stelio Mattioni, Tullio Kezich y Giorgio Pressburger, entre otros autores.
Gérard-Georges Lemaire

La memoria y ‘La cocinera de Himmler’

· Franz-Olivier Giesbert: La cocinera de Himmler. Traducción de Juan Carlos Durán Romero. Madrid: Alfaguara, 2014. 344 pp.
La cocinera de Himmler es una novela de fácil lectura. Está escrita en primera persona por Rose, la protagonista de la historia, y el punto de vista es el del propio del personaje, contrario a cualquier tipo de victimismo. Es una narración en la que domina una corriente de humor y desenfado. Sin embargo, se puede descubrir la seria reflexión que subyace debajo de una apariencia de ligereza.
Rose ha perdido a sus seres queridos por culpa de los horrores del siglo xx. Ha padecido el genocidio armenio, el holocausto judío y la violencia maoísta y a sus ciento cinco años decide escribir un libro de memorias. ¿Por qué? Rose aduce diferentes razones. La primera: «Cuando uno piensa que se va a morir y no hay nadie que la acompañe, ni siquiera un gato o un perro, no hay más que una solución: volverse interesante.» Esta primera explicación conecta con la corriente de humor que es una de las constantes de la novela, un humor que no llega a producir carcajadas, pero que nos hace sonreír como en este pasaje.
Otras de las razones aducidas por la protagonista ante la mujer que le vende cuatro cuadernos de espiral para escribir las memorias (parece que a Rose no le entusiasman los ordenadores), es la de «celebrar el amor y prevenir a la humanidad de los peligros que corre. Para que no viva jamás lo que yo he vivido».
Queda claro que hay una intención pedagógica que está presente en la novela así como la mirada reflexiva del autor que se esconde detrás del narrador protagonista. El aspecto pedagógico lo encontramos también en la bibliografía que añade al final, titulada «Pequeña biblioteca del siglo XX», y que recuerda esos apéndices titulados «Para saber más». Esa parte final la subdivide en los apartados: «Sobre el genocidio armenio», «Sobre el estalinismo», «Sobre el nazismo», «Sobre el maoísmo», «Sobre los campos de la muerte», «Sobre la ocupación alemana en Francia», «Sobre el siglo xx». La pedagogía casi adquiere el tono propio de un libro de autoayuda cuando la protagonista entrega a otros personajes una fotocopia de lo que considera sus siete mandamientos, una verdadera incitación al carpe diem, tópico que encontramos bajo la forma del collige, virgo, rosas, en el epígrafe del libro que es la famosa cita de Ronsard: «Vivid si me creéis, no aguardéis a mañana. Coge desde hoy las rosas de la vida.»
Pero aún podemos encontrar más razones para escribir esas memorias. A partir de un personaje secundario, se asegura a Rose que está bien que una centenaria escriba sus memorias porque «La gente adora todo lo relacionado con los centenarios. Es un mercado en pleno crecimiento hoy en día, pronto serán millones».
Es como si el autor hiciera una broma o quisiera defenderse de alguien que lo criticara por apuntarse a una moda que es la de los libros con protagonistas centenarios como el del best seller de Jonas Jonasson El abuelo que saltó por la ventana y se largó (podríamos pensar también en las películas con personajes de la tercera edad que disfrutan en hoteles, balnearios, casas di riposo per musicisti, que encuentran el amor al final de sus vidas y disfrutan como pocas veces han disfrutado). El libro de Jonas Jonassen es uno de los títulos que el autor incluye en el apartado «El siglo xx en general».
Rose declara: «Pues bien, yo, en mis memorias, voy a intentar demostrar que no somos muertos vivientes y que todavía tenemos cosas que decir...»
Y en esto también coincide con Jonas Jonassen. Ambos eligen personajes centenarios que les permiten hacer un recorrido por terribles acontecimientos del siglo pasado, pero que también les posibilitan hacer una llamada de atención para no despreciar la vejez, para reflexionar sobre lo que los viejos nos cuentan, sobre sus aciertos y equivocaciones, sobre lo que les tocó vivir, facilitan una reflexión sobre la condición humana. Ellos son la memoria viva del pasado.
En el libro El olvidado de Elie Wiesel se dice que recordar es una vacuna contra el odio y hay una lucha por recordar, por no olvidar las raíces ni tampoco todo lo vivido, incluido el horror de lo vivido. Rose tampoco olvida y detrás de su risa, de su satisfacción con la venganza, está Franz-Olivier Giesbert que parece decirnos: Aprended a amar tanto la vida como estos heroicos supervivientes y también mantened viva la memoria del horror para que no se repita. 

Norma Sturniolo

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