Antología

SELECCIÓN DE ARTÍCULOS

Tejer calceta  

 Por Juan Forn

Anna Ajmátova, poeta

Natalya Gorbanevskaya, militante

Ludmila Ulitskaya, escritora
Durante la última ola de terror de Stalin, cuando Anna Ajmátova no sólo tenía prohibido publicar sino que además sometían su departamento a razzias periódicas y hasta le habían puesto micrófonos ocultos, su táctica para evitar el cepo literario era dar a memorizar a siete personas de su máxima confianza cada poema que escribía. Nadiezhda Mandelstam no pudo ser de la partida porque ya conservaba en su cabeza todos los poemas de su marido, el gran Ossip (muerto en los gulags de Siberia por aquel epigrama que le dedicó a Stalin). Pero la joven Natalya Gorbanevskaya no tenía marido y vivía en el mismo edificio que Ajmátova, la admiraba sin límite y además tenía una memoria especialmente fértil para la poesía: así ingresó al círculo de Las Calceteras. Ajmátova las llamaba así porque cada una de las visitantes llegaba al departamento munida de agujas y lana, y hacía ruido de tejer para los micrófonos de la KGB mientras memorizaba línea por línea el poema garabateado en un papel que Ajmátova le mostraba y que procedía a quemar en el cenicero en cuanto la visitante le daba un silencioso gesto de asentimiento. Así se hacía realidad en la URSS de Stalin la famosa profecía de Bulgakov: “Los manuscritos no se extinguen en el fuego”.
Eran los tiempos en que casi no se veían hombres por las calles rusas: o habían muerto en la guerra o Stalin los había hecho desaparecer en las purgas, o el miedo los había convertido en soplones. Mentira: quedaban los jovencitos, y Ajmátova tenía una pandilla de revoltosos admiradores (el pelirrojo Joseph Brodsky y sus amigos), pero los eximía de riesgos porque no quería que terminaran en el gulag por su culpa. Ya había visto caer a dos maridos y a un hijo; prefería valerse de mujeres. Hay una hermosa anécdota de esa época: Nadiezhda Mandelstam iba en un colectivo lleno que se bamboleó al pasar por un pozo; se agarró del brazo de la persona que tenía al lado y, al darse cuenta de que era una viejita tan esmirriada e inmaterial como ella, le pidió perdón con vergüenza pero la viejita contestó: “No es nada. Las mujeres como usted y como yo somos de hierro”.
Natalya también era de hierro. Además de memorizar los poemas de su vecina (gracias a Gorbanevskaya llegaría a Occidente Réquiem, el libro más impresionante de Ajmátova), traducía a polacos y checos prohibidos, escribía sus propios poemas y se encargaba de tipear y repartir un panfleto disidente titulado “Crónica de Acontecimientos Actuales”, hasta que la internaron en una clínica psiquiátrica: junto a otras ocho personas fue a enarbolar una bandera checoslovaca en la Plaza Roja de Moscú el día en que entraron los tanques rusos a Praga. Gorbanevskaya había ido a la plaza con su bebé en brazos y los de las KGB, para que no se dijera que no respetaban la maternidad, esperaron a que dejara de amamantar a su hijo y recién ahí se la llevaron. A los dos años la soltaron: los químicos que le habían inyectado no habían hecho mella en su carácter (siguió redactando y repartiendo aquel panfleto disidente hasta que la expulsaron de la URSS) pero sí melló su memoria prodigiosa: cuando le pedían que recitara sus poemas, en las reuniones clandestinas, las otras mujeres la ayudaban a terminarlos cuando se trabucaba por la mitad.
En lo que nunca claudicó fue en recibir y cobijar a todas las esposas o hijas de disidentes que quedaban desamparadas, primero en su país, después en su exilio en un monoblock en París. Antes de morir, retornó a Rusia: se cumplían cuarenta años de la entrada de los tanques rusos a Praga y volvió a ir a manifestar a la Plaza Roja y volvió a caer presa, esta vez por la policía de Putin. La liberaron porque la sabían casi póstuma, pero la expulsaron de nuevo, y habría muerto apátrida si los polacos y los checos no le hubieran dado ciudadanía honorífica por su contribución “a la poesía y a la verdad”. La ciudadanía honorífica no incluía sostén monetario y Gorbanevskaya murió pobre en París. Su hijo se estaba preguntando cómo pagar el entierro cuando se presentó un viudo a ofrecer sus condolencias y también una tumba vecina a la de su esposa muerta, en el cementerio de Passy. Gorbanevskaya había ayudado a esa mujer en la URSS, el viudo se había vuelto a casar y se iba a vivir a Australia, así que cedió su parcela y es por eso que los restos de Gorbanevskaya yacen junto a los de aquella compatriota, que representa a todas las mujeres a las que ayudó en vida sin pedir nada a cambio.
En su cocina de Moscú siempre había mujeres que criaban solas a sus hijos y que continuaban con la práctica de tejer calceta contra el régimen. Entre ellas había una muchacha que ocuparía años después su lugar. “Yo no era una disidente. Era la chica que lavaba los platos mientras ellas hablaban. Yo recuerdo cada cosa que decían, incluso cada cosa que pensaban, pero ninguna de ellas se fijaba en mí”, dice hoy Ludmila Ulitskaya, que por entonces sólo era conocida por su diminutivo, Liuska. Cuando le preguntaban a Gorbanevskaya quién era esa muchacha tan callada, de pelo corto y pecho chato, ella contestaba: “¿Liuska? Liuska es escritora. Ya van a ver”.
Ulitskaya era hija de judíos, motivo por el cual se le negó ingreso a la universidad y terminó trabajando en un laboratorio, inoculando ratas. “El Día del Juicio enfrentaré mi sentencia hundida hasta las rodillas en ratas muertas”, ha escrito. En aquel laboratorio se volvió ávida consumidora de samizdats hasta que la pescaron leyendo uno (la novela Exodo de Leon Uris). “Ahora que puede comprarse en cualquier librería, nadie la lee porque es de una mediocridad pavorosa, pero por ese libro quedé en la calle.” Así llegó a lo de Gorbanevskaya y gracias a ella consiguió su siguiente trabajo, en el Teatro de Cámara Judío en la región de Birobidzhan, en la frontera con China, un intento fallido de desterrar en masa a la población judía de Rusia en los años ’70: el teatro debía hacer repertorio idish pero ninguno de sus integrantes hablaba bien el idioma, así que sólo hacían obras infantiles con marionetas. Ulitskaya sintió que podía mejorar casi sin esfuerzo esas obras, pero enseguida comprendió que era más lógico escribir cosas propias que emparchar obras ajenas.
Sólo que el formato teatral no era lo suyo y las marionetas tampoco: prefería las personas de carne y hueso. Todos sus libros parecen salir de aquellas veladas en lo de Gorbanevskaya y las historias que se contaban unas a otras aquellas calceteras: la vida sin hombres, el desarrollo de la inteligencia y la templanza y la picardía para resistir, los infinitos pliegues de esa vida, en los tiempos de Brezhnev, y en los de Gorbachov y de Putin. En su libro Mentiras de mujeres, rinde un homenaje hermoso a Gorbanevskaya: una jovencita inculta ayuda a una maestra jubilada que padece Alzheimer. La vieja a veces entorna los ojos y recita poemas formidables. La jovencita los copia en un cuaderno. Cuando muere la vieja asisten al velorio todos sus ex alumnos. La jovencita siente que ninguno aprecia en su real medida a la difunta así que abre el cuaderno y comienza a recitar aquellos poemas copiados en su letra infantil. “¿No entienden todavía qué clase de persona era?”, les dice. Y descubre para su consternación que todos esos poemas que creía que eran obra de la viejita son en realidad de la legendaria Anna Ajmátova.
Fuente: Página 12, edición en papel del 14 de agosto de 2015
Fotos: Anna Ajmátova, poeta - Natalya Gorbanevskaya, militante - Ludmila Ulitskaya, escritora







Una tumba para Bruno Schulz

Por Juan Forn

En el fondo de Polonia (“es decir en ninguna parte”, como escribió Alfred Jarry en el comienzo de Ubú Rey), más precisamente en la perdida localidad de Drohobycz, había un anónimo maestro de dibujo de una escuela del pueblo que, a principios de 1930, entabló correspondencia con una dama de las letras de Varsovia, interesada en sus extraordinarios dibujos. Cada carta incluía una posdata donde el maestro le contaba a la dama historias de aquel pueblo, especialmente de los miembros de su familia. Las cartas eran cada vez más cortas y las posdatas cada vez más largas, porque la dama reclamaba más y más detalles de esos delirantes relatos familiares, hasta que en cierto momento le anunció a su corresponsal: “Ha escrito usted un libro de cuentos en estas cartas; ahora hay que publicarlo”. Cosa que efectivamente hizo, con un éxito insospechado. El inefable Ignacy Witkiewicz lo leyó y anunció a los cuatro vientos que el futuro de la literatura polaca dependía exclusivamente de tres escritores, y que esos “tres mosqueteros contra la solemnidad” eran Witold Gombrowicz, él y ese maestro de dibujo de Drohobycz que se llamaba Bruno Schulz.
Varsovia clamaba por él, sus relatos se leían por la radio, pero Schulz no quería salir de Drohobycz, prefería mantener por correspondencia su relación con el mundo. En el pueblo sabían de su éxito en la capital pero, como él no cambiaba, ellos no cambiaban su trato hacia él. Sabían que vivía con sus hermanos y unas tías, que los mantenía malamente con su sueldo de maestro, que andaba siempre de sobretodo y bufanda, que tenía pavor a las corrientes de aire, que padecía un indisimulable fetichismo por los pies femeninos y los maniquíes en general. Nadie leía sus cuentos, les parecían muy extraños, pero sus alumnas decían que era capaz de ponerlas en trance a veces con historias tan hipnóticas que les era imposible reconstruirlas después.
El éxito de aquel primer libro fue tal que le pidieron desde Varsovia un segundo, y el propio Witkiewicz se trasladó hasta Drohobycz para convencerlo porque Schulz decía desde allá, en su prolífica correspondencia, que no tenía otra cosa escrita y que ya no escribía más. Toda Varsovia se pasaba de mano en mano las cartas donde Bruno Schulz decía que ya no escribía, eran de una expresividad y un vuelo extraordinarios, pero él creía que no eran literatura, que lo suyo era el dibujo y el yugo de la docencia. Más por insistencia del irrefrenable Witkiewicz que por propia convicción, reunió en un segundo libro las historias que no habían entrado en el primero. El creía que no agregaban nada nuevo, que eran vacilantes donde no eran repetitivas, que eran demasiado judías para los polacos y demasiado polacas para los judíos, pero Varsovia amó aquel segundo libro de Bruno Schulz tanto como el primero. La Academia polaca le dio el Laurel de Oro, en los salones y cafés de la capital se discutía si era un visionario o un pervertido disfrazado de palurdo, y en su pueblo comenzaron a desconfiar de él porque, pese a la supuesta fama, su exigua paga en la escuela seguía siendo la misma y su rutina también.
Llegó entonces 1939, Witkiewicz se suicidó en un bosque el día en que se firmó el pacto nazi-soviético, Gombrowicz se subió famosamente al barco que lo trajo a la Argentina, Hitler invadió Polonia y Drohobycz tembló cuando comenzaron las ejecuciones y deportaciones, pero hasta fines de 1942 Schulz logró zafar de lo peor gracias a sus dotes para el dibujo. Adoptado como “judío necesario” por un oficial de la Gestapo con pretensiones llamado Landau, Schulz le decoró la casa con murales a cambio de comida, y mientras tanto fue sacando del ghetto y depositando en manos confiables un paquete con sus manuscritos (concretamente, un libro llamado El Mesías, que incluía los testimonios que fue obteniendo de personas de su pueblo sobre la operatoria de exterminio nazi). El 19 de noviembre de 1942, Landau se despertó con una muela inflamada. Otro oficial de la Gestapo tenía un “judío necesario” que era dentista. Landau lo mandó llamar. El dentista le hizo doler y Landau lo despachó de un tiro. Enterado el oficial de la Gestapo, salió a la calle en busca de Schulz, lo cosió a balazos en la esquina misma de la casa de Landau y gritó desde ahí: “Tú matas a mi judío, yo mato al tuyo”.
El cadáver fue a parar a una fosa colectiva en el cementerio judío. Durante el período soviético (después de la guerra, Drohobycz pasó a ser territorio de Ucrania, es decir de la URSS), se construyó un lote de barracas y luego de monoblocks sobre aquel cementerio, de manera que Bruno Schulz no tiene tumba. Tampoco se ha logrado rastrear hasta hoy el manuscrito de El Mesías: se hizo humo en los hornos, se suele decir. Pero su muerte alcanzó tal status de leyenda a escala planetaria, que es lo primero que conocemos de Bruno Schulz antes de leerlo. En esa escena está contenida toda la locura, la barbarie, la gratuidad y el estupor enfermo que no pudimos leer en aquellos manuscritos inconclusos y perdidos.
Schulz ya venía anunciando por carta al mundo, desde la aparición de su primer libro, que sentía que no iba a escribir más, y mientras tanto siguió dibujando, para salvar su vida, antes de la guerra y cuando los nazis llegaron a Drohobycz. Sesenta años después, un documentalista judeoalemán fanático de su obra logró identificar la casa donde vivió el oficial Landau durante la guerra. Asombrosamente, los murales pintados por Schulz seguían ahí: les bastó rascar un poco la pintura descascarada de las paredes de aquella casa que durante el período soviético fue subdividida para que entraran doce familias y en el período post-soviético languidecía como inquilinato. Israel se puso en movimiento al instante: entre gallos y medianoche cerró un trato con los ocupantes de la casa y el gobierno ucraniano, fletó a Drohobycz un equipo de restauradores del Museo del Holocausto Yad Vashem para retirar los frescos de Schulz en una operación comando. Cuando los polacos atinaron a reclamar como suya la obra de Schulz, desde Varsovia, los frescos ya estaban exhibidos al mundo en Jerusalén.
Subestimado y sospechado durante años por los ucranianos por escribir en polaco, y por los polacos por ser judío, y por los judíos por no escribir en idish, ahora todos querían una parte de Bruno Schulz, tal como se decía de Drohobycz en los viejos tiempos que era 50 por ciento polaca, 50 por ciento ucraniana y 50 por ciento judía. En esos frescos que pintó para el oficial de la Gestapo, Schulz hace escenas de cuentos de hadas a su manera habitual: todas las caras de los personajes son habitantes de Drohobycz. Hasta los nazis y sus mujeres aparecen retratados y debidamente camuflados como faunos, brujas, doncellas, cocheros, conejos barbados o maniquíes, en esas escenas que oscilan entre lo visionario, lo pervertido y lo palurdo de provincia, igualitas en espíritu a esos cuentos que Bruno Schulz escribió adentro de cartas, en forma de largas posdatas, a una dama de letras de Varsovia, en los ratos libres que le dejaban sus clases de dibujo (y su pavor a las corrientes de aire y su fetichismo por los pies femeninos) en una escuela de señoritas en Drohobycz, es decir en ninguna parte.
Viernes, 3 de julio de 2015
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La extraordinaria historia de los peruanos que eligieron ser judíos


Por Alejandro Di Lázzaro
© La Nación (Buenos Aires) Publicado en Raices nº 76 del año 2008.Páginas 68 y 69.

El labriego peruano Segundo Villanueva descubre en la lectura de la Biblia un camino de fe, germen de una creencia más pura. Ve en esa nueva y utópica aventura cómo se tuerce un destino ancestral y se forja uno nuevo. Es el líder de una comunidad que en pleno siglo XX y a miles de kilómetros de Israel decidió convertirse al judaísmo. Adopta todos sus mandatos entre la aridez de las montañas andinas y la jungla del Amazonas. Esa comunidad lo logra. Y llega, tras una “caminata” épica, a los Territorios Ocupados, en el corazón del convulsionado Medio Oriente de nuestros días, donde vive en la actualidad.
¿Suena inverosímil? Casi, casi novelesca. Graciela Mochkofsky eligió, sin embargo, las armas del periodismo para su relato de no ficción La Revelación. Una historia real (Planeta/Seix Barral). Y con el rigor y la fuerza de la investigación acerca a esos personajes contemporáneos –a quienes conoció y entrevistó– en la búsqueda de una historia conmovedora, que hace revivir relatos épicos de tiempos idos.
El peregrinaje religioso de la comunidad peruana de Cajamarca comenzó cuando Villanueva se sumergió en la lectura literal de la Biblia, libro que heredó de su padre asesinado. De a poco comenzó a poner en tela de juicio el catolicismo que profesaba su pueblo desde la llegada de Pizarro a la tierra del Inca.
En el largo proceso de conversión religiosa pasaron del catolicismo por otras religiones hasta llegar a adoptar la fe judía ultraortodoxa. Se convirtieron y emigraron a Israel, donde fueron llevados a Cisjordania, los territorios ocupados. Y allí están todavía.
Mochkofsky cuenta cómo descubrió la historia. “En septiembre de 2003 vi en Internet una vieja carta de un rabino que, en inglés, contaba la historia de esta comunidad. Tenía un teléfono para quienes quisieran hacer donaciones. Me pareció tan extraña y extraordinaria que llamé. La mujer que me atendió descubrió que yo hablaba español. Ella era peruana. Me contó que formaba parte de esa comunidad, que se había convertido, y que era la esposa del rabino; y que el rabino había muerto. Me confirmó lo central y al mes me fui a pasar un tiempo con ellos a Israel. La investigación me llevó tres años y medio.”
No es la primera vez que Mochkofsky se toma tiempo para escribir un libro. Es el tercero de una producción que abrió el fuego hace cuatro años con Timerman, la biografía del fundador del diario bonaerense La Opinión, y Tío Boris, la historia del propio tío abuelo de la autora que participó de la Guerra Civil Española.
La influencia del periodismo –la autora trabajó en La Nación y en Página 12 de Buenos Aires, entre otros medios– es un punto que considera favorable a la hora de abordar las historias que escribe: “La narrativa de no ficción permite ser más profundo y planificar más a largo plazo: es una razón por la que hago los libros y dejé el periodismo diario.”
Y reconoce que este, su tercer libro, es el “más literario”, pero insiste en que también está basado en el relato de las fuentes. “Nunca, en mi caso, está la tentación de inventar hechos porque la historia lo requiere. Todo lo contrario. La forma está al servicio de la información”, argumenta.

Extrema originalidad

Sumergirse primero en el Perú y luego en Kfar Tapuaj, Cisjordania, donde vive la comunidad convertida, ayudó a componer esta historia real, actual y contemporánea.
“El líder de esta comunidad descubrió la Biblia en los años ’40, cuando era un adolescente. Y logró que el primer grupo se convirtiera al judaísmo en 1991. Villanueva vive ahora en Tapuaj”, relata Mochkofsky, que durante la entrevista dijo que ya le confirmaron que su nuevo libro será traducido al portugués.
–¿Hay también una historia dentro de la historia?
–Se puede leer como una historia sobre la fe. Se plantea una pregunta: ¿qué pasa cuando se quiere alcanzar la verdad mediante la fe? Lo que le ocurre a Segundo Villanueva es que entiende que en la Biblia está la verdad e intenta durante décadas y décadas llegar a la verdad absoluta y eso le lleva toda su vida.
–¿Hay otras historias como esta con otras comunidades en algún lugar del mundo?
–No. Es una historia casi única. Es la primera comunidad que se convierte entera viniendo del catolicismo. Por la sola fuerza de la fe... La única historia parecida es la de un pueblo italiano llamado San Nicandro cuyos habitantes, durante la Segunda Guerra Mundial, iniciaron un proceso parecido de reconversión colectiva, pero llegaron a Israel a comienzos de los ’50, en los albores del Estado de Israel. Hasta donde sé, la experiencia fracasó y la comunidad o gran parte de ella se volvió a Italia. Lo que termina de convertir la historia de los peruanos en única es su éxito, que los nietos de Segundo Villanueva sólo hablan hebreo y son israelíes como cualquier israelí.
El personaje que empuja la historia, Segundo Villanueva, se alcanza a componer como un Moisés de los tiempos modernos.
–¿Hay una analogía entre Villanueva y Moisés?
–El Antiguo Testamento moldeó en buena medida la imaginación y la vida de Segundo Villanueva. De hecho, el primer nombre que eligió para su Iglesia fue Israel, pero más tarde comprendió que no podía reclamar ese nombre y decidió llamar a su comunidad “Hijos de Moisés”.
En el folleto de promoción de la editorial, una original miniatura del libro en el que se adelanta el primer capítulo, también hay una entrevista a Mochkofsky. Una de las preguntas es si La Revelación es el relato de un éxito o de un fracaso.
La autora contesta: “Desde el punto de vista de la comunidad es, sin dudas, el relato de un éxito: partieron de la pobreza urbana del Perú, de un catolicismo impuesto, y eligieron por sí mismos una nueva identidad a partir de su fe, y lograron partir hacia otro mundo y otra vida, la vida en Israel, en mejores condiciones y según el estilo de vida que deseaban. Pero hay otros niveles, más personales algunos (como el propio Villanueva) y más generales otros (el marco político actual, por ejemplo), y allí cada cual juzgará si se trata de éxito o fracaso, y para quién. Estoy segura de que no todos lo evaluarán del mismo modo y eso me parece bien. Cualquiera sea la opinión, la historia humana que relata es tan extraordinaria que espero que será apreciada por todos”. Por ahí anda la cosa.
Mochkofsky se decidió a escribir esta historia como una fábula. “Sencilla y, espero, universal”, dice. 



Los cabalistas castellanos


Por Amparo Alba Cecilia

Primera parte

1. Introducción
Siempre es difícil hablar de Cábala. No sólo por la dificultad que el tema en sí entraña, tema que parece inabarcable, caótico, misterioso, secreto… sino también, por el riesgo que se corre de defraudar las expectativas de los lectores, de plantear más dudas que aclaraciones, de trasmitir ideas erróneas, de no ser comprendido en absoluto o de ser mal comprendido.
Desde hace algunos años, intento adentrarme en el conocimiento de este profundo mar al que se parece la Cábala, y lejos de obtener certezas, ocurre que, como en el mar, cuanto más se adentra uno, más oscuridad encuentra: más preguntas sin respuestas, más interrogantes acerca de lo esencial de la cuestión… Quizá tenga razón David Rosemberg al afirmar que “lo más importante que hay que resaltar sobre la Cábala es que siempre es una mala idea aclararla”, pues “la Cábala alcanza su transparencia mediante una convergencia momentánea de una multiplicidad de lentes, cada una de ellas espléndidamente opaca”.1
Sin embargo, consciente del interés que la simple mención del vocablo “Cábala” despierta en amplios auditorios, no cejo en mi empeño de poder encender aunque sea una simple lamparilla en medio de toda esta oscuridad. La docencia de esta asignatura dentro del actual plan de estudios de Filología hebrea en la Universidad Complutense de Madrid y el gran número de alumnos que año tras año la escogen me sigue animando a hacerlo.
En los últimos años han visto la luz numerosos libros sobre el tema. Las obras de Scholem y sus sucesores han sido traducidas y puestas al alcance de un amplio público; junto al estudio científico se ha desarrollado también en los últimos años un interés popular que ha dado lugar al surgimiento de escuelas y obras no tan científicas, pero que evidencian que, por unas u otras razones, la Cábala está de moda.
El estudio de la Cábala medieval que se desarrolló en Castilla no ha sido tratado casi nunca a fondo y en conjunto. Quizás tenga esto que ver con la fuerte personalidad de sus autores cuyo individualismo se escapa de los límites de la escuela.
Consciente de la dificultad de los términos y conceptos que trataremos, me ha parecido necesario hacer una breve introducción a lo que entendemos por Cábala y a los conceptos y simbolismos cabalísticos.
Cuando tratamos de acotar el término ‘Cábala’ y escoger una definición clarificadora, nos encontramos en las arenas movedizas de la polisemia y la imprecisión; hay casi tantas definiciones como autores que se acercan al tema. Entre todo ese maremagnum, del que forman parte no pocas afirmaciones o expresiones peyorativas, he seleccionado las que, desde mi punto de vista, pueden ayudar a comprender parte del significado de este término. Gershom Scholem, el pionero de los estudios cabalísticos, la define como “el término tradicional y el que más habitualmente se emplea para referirse a las enseñanzas esotéricas del judaísmo y la mística judía, en especial para las formas que adoptó en la Edad Media, desde el siglo XII en adelante”2; Charles Mopsik, en su breve pero clara obrita titulada ¿Qué es la Cábala?3  habla de “meditación y profundización intuitivas en la naturaleza de lo divino, basándose en una enseñanza tradicional, transmitida desde los tiempos más remotos por sabios de la antigüedad”. Alexandre Safran, por su parte, destaca que “la Cábala es una doctrina de la unidad. La realidad es un todo en el que lo visible y lo invisible, lo material y lo espiritual, se penetran mutuamente, se unen”4.
De todo lo dicho podemos deducir que la Cábala es una doctrina mística, teosófica y esotérica que se da en el seno del judaísmo; como mística que es, busca una forma de conocer a Dios no basada en el intelecto, sino en la contemplación y la iluminación, para establecer un contacto íntimo e inmediato con Él; también es una doctrina teosófica y como tal, se interesa en la naturaleza de la Divinidad y en las relaciones que se establecen entre Dios y el mundo, su creación; y es doblemente esotérica porque, además de ocuparse de saberes ocultos, restringe su aprendizaje a unos pocos elegidos que cumplen una serie de requisitos; por último, es una doctrina anclada en el judaísmo y en sus valores religiosos; se concentra principalmente en la idea de un Dios vivo que se manifiesta en los actos de la Creación, Revelación y Redención, y en la Torá, o libro de la Ley de Moisés que, lejos de ser sólo el libro revelado por antonomasia y el libro religioso-histórico del pueblo de Israel, adquirió pronto unas connotaciones más profundas, sobre todo en los primeros círculos místicos que se formaron en Palestina. También la lengua hebrea, idioma sagrado de Dios, en el que está escrita la Torá, constituye uno de los pilares del judaísmo y, por tanto, de la mística judía. Este idioma constituye la llave para los secretos más profundos del Creador y de la creación.
En la descripción de la experiencia mística de los místicos judíos, en todos sus movimientos místicos, estos elementos que acabo de mencionar ocupan un importante lugar.
Por último, y a modo de resumen, se puede concluir que la Cábala es un movimiento místico judío que se desarrolló en contacto con la cultura occidental medieval, pero que entroncaba con tradiciones esotéricas antiguas que formaban parte del legado cultural y religioso del judaísmo rabínico. Así se explican, por una parte, todos los aspectos novedosos y desconocidos hasta entonces que encontramos en la Cábala, y por otra, su éxito entre las clases más populares del judaísmo medieval, que la reconoció como algo genuinamente suyo, pues enlazaba a la perfección con su propio universo religioso. La Cábala es una forma nueva de mirar las tradiciones antiguas: el cabalista dota de nuevos valores y de nuevos símbolos a los mismos textos bíblicos, relatos o leyes que el judío piadoso conoce desde siempre y asume como propios; y aporta, de esta manera, a la larga cadena de transmisión de la tradición oral judía, una nueva lectura que la enriquece y la actualiza.

2. Los comienzos de la Cábala
A finales del siglo XII y comienzos del XIII, al norte y al sur de los Pirineos orientales, de un modo al parecer repentino, apareció el movimiento místico judío que llegaría a ser conocido como Cábala. Poco después de su aparición en Provenza, la Cábala se trasladó a Gerona, en el condado de Cataluña, y desde allí se extendió por los reinos de la Península Ibérica, donde alcanzó la cumbre de su desarrollo clásico al final del siglo XIII con la aparición del Zóhar, el libro principal de la Cábala.
Uno podría concluir, de esta breve exposición, que la Cábala se desarrolló a modo de línea continua, como si una corriente mística concreta diera origen a otra, que asumía sus conceptos y doctrinas al tiempo que evolucionaba aportando su propia originalidad. La investigación reciente ha mostrado con claridad que esto no es así, sino que a finales del siglo XII y a comienzos del XIII –después de un proceso de fermentación, cuyos detalles resultan aún difíciles de precisar– surgieron diversos movimientos místicos dentro del judaísmo que desarrollaron, de forma independiente, sistemas y enseñanzas místicas alternativas; así, de entre los diversos sistemas místicos con los que intentaban describir la divinidad, hubo uno que alcanzó gradualmente la supremacía sobre los otros, el sistema de las Sefirot. Fue la doctrina de las Sefirot la que en último término sentó las bases de lo que nosotros conocemos ahora como Cábala propiamente dicha.
Pero hubo otras corrientes místicas que se desarrollaron al mismo tiempo y que no estaban basadas en la doctrina de las Sefirot. Una de esas corrientes es conocida por el nombre de “el círculo Iyyún”.

3. Los escritos del círculo Iyyún5
A partir de la obra de los cabalistas del reino de Castilla, conocemos la existencia de un grupo específico de místicos que elaboraron descripciones del mundo espiritual que no se basaban en la doctrina sefirótica; probablemente el grupo estuvo activo en Toledo, entre 1230 y 1260, y muestra claras influencias de Azriel de Gerona6.
Bajo el nombre ficticio de Rabí Hammay –“Hammay” es un epíteto arameo que significa “visionario” o “vidente”– apareció el Sefer ha-Iyyún, Libro de la Contemplación, un pequeño pero profundo tratado teosófico, que exponía la recóndita naturaleza del reino divino. La obra fue muy conocida por los círculos místicos de España y Provenza entre los que alcanzó una gran influencia: en pocas décadas se compusieron docenas de textos que reflejaban la idiosincrasia y terminología de las doctrinas del Libro de la Contemplación. A todas estas obras se les engloba bajo la denominación de los escritos del Círculo Iyyún.
Se habla de un colectivo, de un grupo místico, y no de individuos, porque una de las características de todas estas obras es su anonimato o, mejor dicho, su carácter pseudoepigráfico: la autoría se atribuye a destacados personajes de la antigüedad, como Moisés, sumos sacerdotes o rabinos famosos, detrás de los que se ocultan los autores reales.
Junto con el Libro de la Contemplación hay que señalar otras dos obras significativas de este grupo: el Maayán ha-Jojmá, La fuente de la sabiduría, cuyo anónimo autor la presenta como la revelación de los secretos místicos transmitidos por el ángel Peelí a Moisés, y el Libro de la Unidad, también atribuido a Rabí Hammay. Estas tres obras son hasta cierto punto complementarias, y nos permiten adquirir un conocimiento bastante general de las principales ideas que desarrollaron sus autores. El Libro de la Contemplación trata principalmente de aspectos teosóficos relacionados con el conocimiento del mundo de la Divinidad, mientras que La fuente de la sabiduría se interesa más en aspectos cosmológicos; los dos juntos ofrecen una importante combinación de teología y ciencia especulativa que influyó de modo importante en los místicos de la España del siglo XIII. Por su parte, el Libro de la Unidad tiene la peculiaridad de formular unas ideas muy semejantes a las de la Trinidad cristiana, al incidir en la existencia de tres luces preeminentes dentro de la Divinidad, correspondientes a tres aspectos de ésta que, en realidad, representan una sola esencia.
El resto de los libros que componen este grupo –unos treinta ejemplares– muestran claras relaciones con los tres mencionados, así como evidentes conexiones con textos de la primitiva mística judía de Mercabá7 y de Siúr Comá8.
Entre las ideas básicas que desarrollan los autores del círculo Iyyún figuran las relacionadas con el simbolismo de la luz y el color y con el éter primordial –lo que podríamos definir como “misticismo de la luz”–, aunque también tienen una importante presencia la mística del lenguaje y los números. A pesar de que los textos presentan una gran dificultad a la hora de comprender lo que sus autores quieren decir con exactitud –pues parecen hechos por y para iniciados que no necesitan explicación de las imágenes simbólicas ni de los conceptos utilizados– se puede, no obstante, definir las principales líneas teóricas de este círculo de cabalistas.
La principal idea que subyace en este misticismo de la luz es que la esencia de la divinidad puede ser expresada por medio del simbolismo de la luz: los distintos colores sirven para expresar las diversas manifestaciones de la divinidad; y así como los colores están presentes en la luz todavía indiferenciada, así también esas manifestaciones divinas están contenidas en la unidad de la esencia divina. La imagen del prisma, que permite descomponer la luz solar –que nuestros ojos no pueden percibir directamente– en los colores del arco iris, contenidos en ella, puede ayudarnos a comprender más fácilmente estas ideas.
En la doctrina de estos cabalistas el éter primordial (avir cadmón) ocupaba también un lugar importante. Este éter primordial, la raíz original de todo lo que está destinado a ser creado, produce una especie de explosión de luz que a continuación se separa en trece pares de luces opuestas que se dividen, a su vez, en un infinito juego de colores. Una vez que la luz indiferenciada se descompone en ese esplendor de millares de colores, se produce un movimiento de retorno de todas las luces reveladas a la fuente de la que surgieron. Según la Fuente de la sabiduría, el éter primordial es el origen de un movimiento que crece en el seno de trece pares de opuestos que son al mismo tiempo las trece middot9. El éter primordial es el sustrato del mundo y es considerado como un fuego espiritual del que todo proviene y al que todo vuelve.
En el comienzo del Séfer ha-Iyyún (Libro de la contemplación) encontramos estas ideas:

Alabado y exaltado es Dios, glorioso en poder. Es uno, unido a todas sus potencias como la llama está unida en sus colores. Las potencias que emanan de Su unicidad son como la luz del ojo que brota de la pupila. [Estas potencias] han emanado una de otra como una fragancia de otra fragancia o una vela de otra vela. La potencia de cada una radica en lo que se emana de ella, sin que el emanador disminuya en absoluto. Así pues, antes de crear ninguna cosa, el Santo, bendito sea, era uno y eterno, inconcebible e ilimitado, sin composición ni distinción, sin cambio o movimiento, oculto de la propia existencia.
Cuando le vino en mientes crear, su Gloria se hizo visible. Entonces su Gloria y su Esplendor se revelaron a la vez10.

El simbolismo de la luz y los colores se incorporó al sistema sefirótico como un elemento más de expresión simbólica relacionado con los estadios de revelación de la Divinidad.
Lo que más llamó la atención a los que estudiaron este movimiento fue descubrir que frente a la doctrina de las 10 Sefirot se intenta abrir paso otra alternativa, la de las 13 Middot que, de haber triunfado, habría llevado a la Cábala por otros derroteros.
En cualquier caso, no hay duda de que todos estos escritos son la expresión de auténticas experiencias místicas que sus autores intentan traducir con mayor o menor éxito en conceptos filosóficos; como ejemplo de esto un extracto de la Fuente de la Sabiduría que presenta la meditación sobre las letras del tetragrama como la vía mística por excelencia:

“Encontrarás todo en este nombre. Cuando quieras, lo alcanzarás y profundizarás en sus cuatro letras de las que salen las 231 puertas. A partir de ellas te elevarás hasta la acción, desde la acción a la experiencia, desde la experiencia a la visión, de la visión a la investigación, de la investigación a la gnosis, de la gnosis a la altura y de la altura al espíritu sereno yisub daat... Y a partir de ahí profundizarás en los grados del nivel superior... hasta que alcances la voluntad completa y tu espíritu esté sereno para habitar en el pensamiento supremo que reside en el éter por encima del cual no hay grados más elevados11.


4. Los cabalistas de Castilla
La corriente cabalística se fue extendiendo por Castilla, en un contexto caracterizado por las luchas sociales presentes en las comunidades judías entre las clases más humildes y los influyentes cortesanos pro-racionalistas. Desde el punto de vista ideológico, podemos afirmar que la Cábala surgió en un ambiente de aversión por el cristianismo opresor, de creencia en milagros, profecías mesiánicas y esperanzas escatológicas. Pero sería un error considerarla sólo como un movimiento reaccionario frente al racionalismo instalado entre intelectuales y nobles judíos. El objetivo real de esta corriente mística es, más bien, devolver al judaísmo tradicional sus raíces, de las que se estaba apartando, separarlo del racionalismo helenístico y reinstalarlo en el mundo de la Halajá y la Aggadá.12 
En cuanto al contenido de los escritos cabalísticos de esta época, se puede decir que la combinación del elemento teosófico gnóstico –presente en el Séfer ha-Bahir13– con el filosófico neoplatónico –representado por la Cábala de Provenza y Gerona14– llevó a un relativo dominio de un elemento sobre otro en las diversas corrientes que se desarrollaron desde 1230 en adelante.
Por una parte, existió una tendencia extremadamente mística, expresada en términos filosóficos, que creó un simbolismo propio, no centrado en torno a la teoría o nomenclatura de las Sefirot tal y como había sido formulada por los cabalistas de Gerona. Su principal representante fue Yisjac ibn Latif15, cabalista y filósofo que vivió en Toledo hacia 1210 aproximadamente. Su obra principal Saar ha-Samayim (La puerta del cielo) muestra influencia, por una parte, de los cabalistas gerundenses y por otra de los filósofos neoplatónicos musulmanes y judíos, especialmente de Selomó ibn Gabirol y de Abraham ibn Ezra.
Junto al tipo de Cábala desarrollada por Ibn Latif existió otra escuela de cabalistas, en la segunda mitad del s. XIII, influenciada más por tradiciones gnósticas que por aspectos filosóficos. Esta escuela, que se formó en torno a R. Jacob ha-Cohen de Soria y sus dos hijos, fue denominada por Scholem “reacción gnóstica”16. De este grupo surgirán los principales cabalistas castellanos, entre los que se encuentra el propio autor del Zóhar.
El fundador del grupo, Jacob ha-Cohen de Soria, fue, según Scholem17, un místico original, ya que desarrolló su sistema sin contactos directos con otras tradiciones o escuelas de la Cábala. Su obra principal, el Séfer ha-Orá, Libro de la luz, se basa en sus propias visiones místicas, sus propios descubrimientos de armonías numéricas en los textos antiguos y su original interpretación de las tradiciones sobre los nombres sagrados secretos y los poderes divinos descritos en la literatura de Hejalot18.
Sus hijos, Jacob e Isaac ha-Cohen, incorporaron a la Cábala ideas de carácter gnóstico que influyeron decisivamente en Moisés de León, el autor del Zóhar. Sus obras, en las que se aprecia una clara influencia del Libro Bahir19, son de una gran originalidad; en ellas exponen sus visiones y revelaciones personales así como sus propios descubrimientos en relación con la guematria y otras relaciones numéricas. No obstante, también afirman estar en posesión de tradiciones antiguas místicas.
Jacob ben Jacob ha-Cohen nació en Soria y murió en Béziers hacia 127020; vivió durante muchos años en Segovia y pasó gran parte de su vida viajando por las comunidades judías de la Península y de Provenza, acompañado con frecuencia por su hermano menor Isaac, en busca de rastros de escritos cabalísticos primitivos y de tradiciones preservadas por cabalistas individuales. En él se dan múltiples y diversas influencias místicas: de los Hasidim de Askenaz21 aceptó sus métodos de aplicación numerológica22; estuvo en contacto con cabalistas del círculo Iyyún, y en sus obras se aprecian influencias de la mística de Hejalot y de escuelas gnósticas. Además de esto, afirmaba haber obtenido numerosas revelaciones en forma de visiones de Metatrón23, que emerge en su obra como una potencia dominante en el mundo divino y le descubre, mediante técnicas numerológicas, el sentido místico de la Torá y de los preceptos.
Aunque la mayor parte de sus escritos permanecen inéditos, se conocen bien algunas de sus obras; la principal es un Comentario a las Letras Hebreas (Perus ha-Otiyyot)24, en la que desvela los secretos de las letras hebreas, no sólo de las consonantes, con su forma y sonido, sino también de las vocales, su pronunciación y su forma, como, por ejemplo, la explicación de la letra alef25:

 Concéntrate en la imagen de la letra alef (‘) con tus ojos y medítala en tu corazón. Verás que muchas verdades ocultas relativas a otras letras están representadas e incluidas en la figura del alef –algo que no ocurre con ninguna otra letra. Ahora buscaremos e investigaremos por qué todas las formas de todas las letras del alfabeto están representadas en el alef.
Como bien sabes, todas las letras se pronuncian en un lugar específico de la boca. El alef es la primera letra pronunciada en la boca con aire, sin ninguna tensión o esfuerzo, para enseñarte que el Santo, bendito sea, es uno sin par, y que está oculto de todas las criaturas. Igual que el alef se pronuncia en un lugar oculto y escondido en la parte posterior de la lengua, así el Santo, bendito sea, se oculta de la vista. De la misma manera, igual que el alef es etéreo e imperceptible, así el Santo, bendito sea, niega a todas las criaturas la capacidad de comprenderlo, salvo por medio del pensamiento, pues el pensamiento es puro y perfecto y sutil, como el éter. Pero ni siquiera el pensamiento puede aprehender al Santo, bendito sea, de tan oculto como está.
El que veas a todas las letras representadas en el alef es porque los poderes de todas las cosas creadas están ocultos en el poder y la inmensidad del Santo, bendito sea. Todo poder individual emerge de la voluntad divina cuando Él lo desea. Así, aprendemos de la imagen del alef, en el que las formas de todas las letras están ocultas, que no hay criatura sin Creador, ni acción sin Hacedor, ni imagen sin Ilustrador....
Más aún, la forma del alef es un testigo del nombre de Dios. La punta del alef tiene forma de una yod, la línea central tiene la forma de una waw, mientras que el vértice inferior es como otra yod. Ahora suma yod, waw, yod (10+6+10) y obtendrás 26, igual al valor de YHVH (10+5+6+5). La letra alef es la primera de la palabra “uno” (àçã) porque atestigua que Dios, nuestro Señor, es Uno.

Abaham Abulafia26 le menciona como autor de uno de los muchos comentarios al Séfer Yetsirá que él estudió y le elogia como gran cabalista27; otra obra atribuida a Jacob por su discípulo Moisés de Burgos es un Comentario a la visión de Ezequiel28, en el que mezcla tradiciones hasídicas, especialmente de Eleazar de Worms, con influencias de la Cábala española29. En Tefillá noraá, “Oración terrible” trata de las emanaciones divinas. Las exposiciones de sus visiones son muy oscuras, porque vela el significado de sus palabras mediante el uso de los valores numéricos (guematria) y de otras combinaciones de letras (tseruf).
La Cábala de Jacob es totalmente diferente de la de sus contemporáneos, que seguía de forma generalizada la teoría de las Sefirot. Jacob establece un puente entre la mística de los piadosos de Askenaz y lo que sería algún tiempo después la “Cábala profética” de Abraham Abulafia. Su originalidad e importancia fue reconocida por los cabalistas posteriores, que le mencionan como uno de los cuatro cabalistas más importantes de España.
Su hermano Isaac desarrolló, en su Tratado de la Emanación Izquierda30, una teoría dualista sobre el origen del mal, con reminiscencias gnóstica, según la cual, en el “lado izquierdo” se produjo una emanación sefirótica, cuyo resultado fueron diez Sefirot demoníacas, que se oponen a las diez Sefirot santas31. De ese lado izquierdo brotaron, pues, toda una serie de huestes demoníacas, dirigidas por Asmodeo, Satán y Lilit, que tienen su contrapartida en una larga serie de ángeles, que surgieron del lado derecho, y que son los encargados de llevar a cabo la lucha final que dará el triunfo definitivo al Mesías. Por primera vez, encontramos, en este tratado, incorporado a la Cábala el mito, apocalíptico y mesiánico, del final de los tiempos; fue, por tanto, Isaac ha-Cohen el primer cabalista que diseñó una mitología mística de tipo escatológico.
Los hermanos Jacob e Isaac ha-Cohen son los principales representantes de la corriente gnóstica que se dio en la Cábala española; corriente que fue, en parte, asumida e incorporada por la Cábala oficial representada por el Zóhar. Tanto él como su hermano aportaron innovaciones a la Cábala, a pesar de lo cual ninguno de ellos fue nombrado rabino.
Moisés ben Simeón (c.1230-1300), rabino de Burgos, donde enseñó Cábala desde 1260, es el principal heredero de las enseñanzas cabalísticas de los hermanos Cohen. A él se atribuye una sentencia con la que zanja la eterna disputa entre Cábala y filosofía, que dice: “habéis de saber que los filósofos, cuya inteligencia tanto alabáis, tienen la cabeza donde yo tengo los pies”; es decir, el cabalista tiene acceso a unos mundos donde el filósofo nunca puede llegar. Aunque su obra no destaca por su originalidad, la importancia de ésta radica en la información y la transmisión de muchas tradiciones, rara vez mencionadas por sus contemporáneos, que no fueron absorbidas por el Zóhar. Escribió comentarios al Cantar de los cantares, a visiones proféticas, a las letras de los nombres divinos, a los 13 atributos divinos, a las emanaciones del lado izquierdo, etcétera32.
Yosef ibn Chiquitilla (1248-1325), es uno de los mejor conocidos y sin embargo más enigmáticos cabalistas del siglo XIII. Nació en Medinaceli y vivió muchos años en Segovia. Murió en Peñafiel. Reconocido como uno de los más grandes maestros de Cábala33, ejerció una influencia considerable sobre sus contemporáneos y sus sucesores.
Entre 1272 y 1274 estudió con Abraham Abulafia, cuyo sistema místico le influyó notablemente. Fue un escritor prolífico, del que nos han llegado unas veinte obras. La primera de ellas, Ginnat egoz34, El nocedal, escrita en 1274, es una introducción al simbolismo místico del alfabeto y los nombres divinos. El título deriva de la letra inicial de las técnicas cabalísticas: Gematria, o numerología, Notaricon, o acrología y Temurá, o permutación. Se afirma en esta obra que “El conjunto de la Torá es algo así como una explicación y un comentario del tetragrama YHWH”. Para él, como para su maestro Abulafia, la obra de Maimónides, Moré Nebujim (Guía de Perplejos) es más una guía mística que un tratado filosófico.
También se ve en esta obra que Chiquitilla estaba familiarizado con las revelaciones místicas de Jacob ha-Cohen, aunque no le menciona por su nombre.
A partir de 1280 entró en contacto con Moisés de León y la Cábala teosófica, lo que marcaría una nueva etapa en su sistema cabalístico; Chiquitilla y Moisés de León se influyeron mutuamente, hasta el punto de que la lectura de algunas obras de Chiquitilla sirven de gran ayuda para la comprensión del Zóhar, la principal obra de Moisés de León.
Sus conocimientos cabalísticos eran tan profundos que se cuenta que podía obrar milagros, de ahí el nombre con el que era mencionado en círculos místicos de Yosef baal ha-Nissim (Yosef el hacedor de milagros).
Una de las obras de Chiquitilla que más influencia tuvo, tanto entre los cabalistas contemporáneos del autor como entre los posteriores, fue Saaré Orá, Las puertas de la Luz35. La obra está dividida en diez capítulos, o “puertas” que corresponden, en orden ascendente, a las diez Sefirot, cada una de las cuales se asocia con uno de los Nombres de la Divinidad que aparecen en la Torá. Chiquitilla va profundizando en la Escritura, despojándola de las capas superficiales para llegar a la más profunda, al nivel de Sod, el significado oculto o místico de la Torá, su auténtica esencia. Podemos afirmar que es al mismo tiempo una obra de exégesis bíblica y rabínica y un clásico del pensamiento cabalístico.
En la Introducción, de la que reproducimos un fragmento, Chiquitilla recrimina cariñosamente a un discípulo que desea ser instruido en Cábala por razones interesadas. El estudio de la Cábala, que requiere conocimiento y meditación en los atributos y Nombres de Dios, no podía ser emprendido para beneficiarse personalmente de la manipulación del mundo natural que el cabalista puede llevar a cabo; el objetivo del estudioso de la Cábala no puede ser otro que buscar el acercamiento íntimo a Dios, pues sólo el conocimiento íntimo de Dios produce bendiciones en el hombre.

Me pides, hermano querido del alma, que te muestre el sendero hacia los Nombres del Santo Bendito Sea, bendito y bendito sea, para que con ellos puedas obtener lo que desees y conseguir el puesto que anhelas. Aunque tu entusiasmo supera a tu petición, me veo en la obligación de enseñarte cómo se disemina la luz y cómo quiere Dios que nosotros lo alcancemos. Cuando hayas aprendido esto, entonces Dios dará respuesta a tus demandas. Serás uno de los que están realmente cerca de Él, y le amarás con toda tu alma. Sí, te alegrarás en YHWH y Él satisfará los deseos de tu corazón.
¿No sabes ni oíste que el Dios del mundo es YHWH? (Is. 40, 28). Ante Él temblarán los seres superiores y los inferiores, por temor a Él temblará la Tierra. ¿Quién resistirá su cólera, quién aguantará su ira ardiente? (Nahum, 1, 6). Ni aun a sus ángeles los encuentra fieles, ni el cielo es puro a sus ojos ¡cuánto menos el hombre, detestable y corrompido, que se bebe como agua la iniquidad (Job 15, 15-16). ¿Cómo podría un mortal concebir usar sus Nombres Santos como si se tratara de un hacha para cortar leña? ¿Quién podría ser cómplice en llevar su mano a la corona del reino y atreverse a usarla profanándola? ¿No dijeron nuestros sabios “Todo aquel que proclama (el nombre de) YHWH con sus letras no tiene parte en el mundo futuro” (Sanh. 10,1)?

A pesar de que la Cábala es una disciplina esotérica, Chiquitilla logra hacer accesibles los conceptos, y éste es quizás el mayor logro de esta obra: el haber conseguido exponer de un modo sistemático y con un estilo claro y preciso las grandes líneas de la Cábala teosófica.
Gran parte de su obra se conserva todavía inédita. En Saaré Tsédec da otra explicación de las Sefirot; Saar ha-Nicud es un tratado místico sobre las vocales; también tiene un comentario cabalístico a la Agadá de Pésaj y varios tratados místicos sobre los mandamientos y colecciones de responsa cabalísticas.

Publicado en Raíces 67, verano de 2006.

Notas:
 1 D. Rosemberg, El núcleo literario de la Cábala. Obelisco 2002.
 2 G. Scholem, Desarrollo histórico e ideas básicas de la Cábala. Barcelona 1994.
 3 Ch. Mopsik, ¿Qué es la Cábala? Buenos Aires 1994.
 4 A. Safran, Sabiduría de la Cábala. Barcelona 1998.
 5 Ver en R. Goetschel, La Kabbale, (col. Que sais-je?) Paris 1985, p. 83 ss. Sobre la posibilidad de que este grupo surgiera en Castilla y no en Provenza como sugería Scholem, ver Mark Verman, Sifré ha-Iyyún (Ph dissertation, Harvard Univ. 1984), y The Books of Contemplation, Michael Fishbane, Robert Goldenberg, and Arthur Green, Editors. State University Of New York Press.
 6 Sobre este cabalista se puede ver: Azriel de Girona, Cuatro textos cabalísticos, Introducción, traducción y notas por M. Eisenfeldt, Barcelona 1994.
 7 Con el nombre de “Mística de la Mercabá” (o del Carro celestial) se conoce a la primera fase del desarrollo de la mística judía, que se extiende a lo largo de un periodo de unos once siglos, desde el s. I a.C. hasta el s. X. Los textos, conservados en gran parte en la llamada “Literatura de Hejalot” (o de los Palacios celestiales), tratan de una travesía visionaria que llevaba al místico, a través de sucesivos palacios celestiales, hasta la contemplación, en el último, de Dios entronizado, descrito con las imágenes y los elementos presentes en el capítulo primero de Ezequiel.
 8 Bajo el nombre de Siúr Comá (Medida de la Figura Divina) se denomina a un aspecto de la primitiva mística judía que pone el énfasis en la descripción detallada de la figura de Dios como creador del mundo, con los nombres y medidas de sus miembros, basada en la descripción del amante masculino del capítulo 5 del Cantar de los Cantares. Fragmentos de Siúr Comá se encuentran incluidos en Martin Cohen, «The Si`ur Qomah: A Critical Edition of the Text with an Introduction, Translation, and Commentary» (Jewish Theological Seminary, 1982, pp. 533-631. Trad. inglesa y comentario en las pp. 434-526). La traducción inglesa y el comentario se encuentran publicados en M. Cohen, The Si`ur Qomah: Liturgy and Theurgy in Pre-Kabbalistic Jewish Mysticism (Lanham, Md.: University Press of America, 1983) pp. 187-265. Un buen estudio de los textos, en I. Gruenwald, Apocaliptic and Merkavah Mysticism. Leiden 1980, pp 213-217.
 9 El término hebreo middá (pl. middot), que podríamos traducir por “medida”, “regla”, o “cualidad, virtud” es utilizado en la literatura rabínica (y más tarde, en la mística) para referirse a los atributos divinos de acción mediante los cuales Dios creó y sostiene el mundo; la denominación de estos atributos y su número, trece, data del periodo talmúdico y se basa en Ex 34,6-7; alguno de los nombres de las middot coincide con la denominación, en la Cábala, de alguna de las Sefirot.
 10 J. Dan, The Early Kabbalah, New Jersey 1986, p. 45.
 11 Ver en R. Goetschel, La Kabbale, (col. Que sais-je?) p. 87.
 12 Ver Y.Baer, Historia de los judíos en la España Cristiana, Riopiedras 1998, pp. 283-84.
 13 El Sefer ha-Bahir o Libro de la Claridad (sur de Francia, finales del siglo XII) es el primer libro propiamente cabalístico conocido; se da en él una marcada influencia gnóstica en la elaboración de los principales conceptos que influirán decisivamente en los primeros cabalistas. Ver G. Scholem, Los orígenes de la Cábala, Paidós, Barcelona 2001, vol. I.
 14 G. Scholem, Los orígenes... vol. II
 15 Sobre este autor, ver por ejemplo, S. Heller-Wilensky “Isaac ibn Latif –Philosopher or Kabbalist?” en Alexander Altmann ed. Jewish Medieval and Rennaissance Studies (Cambridge, Maa. 1967).
 16 Scholem, Desarrollo histórico...., p. 74.
 17 Ver J.Dan, Gershom Scholem and the Mystical Dimension of Jewish History. New York University 1987, p.189.
 18 Ver supra, n.7.
 19 Ver supra, n.13.
 20 Sin embargo, la tradición afirma que está enterrado en Segovia. Cf. Y. Baer, Historia de los judíos..., pág. 220.
 21 Movimiento místico pietista que se dio en la zona de la Renania entre 1150 y 1250. Ver Scholem, “El Hasidismo en la Alemania medieval” en Las grandes tendencias de la mística judía Ed. Siruela 1996, pág. 101 ss.
 22 Entre sus obras hay una colección de comentarios inspirados por Eleazar de Worms.
 23 Sobre la evolución de este ángel desde la literatura rabínica a la cabalística y sus distintas funciones se puede ver G. Scholem, Grandes temas y personalidades de la Cábala. Riopiedras Ediciones, págs. 201-205.
 24 Ver J.H.Laenen, Jewish Mysticism. An Introduction. Louisville 2001, p. 125 y J.Dan , The Early Kabbalah, pág. 151ss
 25 Ver J.H.Laenen, Jewish Mysticism, p. 125 y J.Dan, The Early Kabbalah, p. 153ss.
 26 Para una aproximación a este autor y su obra, ver A. Alba: “Abraham Abulafia”, en Pensamiento y mística hispano judía y sefardí Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha. Cuenca 2001;págs. 193-210.           
 27 En Jellinek, Bet ha-Midras vol. III, Jerusalén 1967 pág. XLIII.
 28 “The Commentary on Ezequiel’s Chariot by R. Jacob ben Jacob ha-Kohen of Castille” Ed. Asi Farber. Master’s thesis, Hebrew University 1978 (en heb.).
 29 Ver por ejemplo, E. R. Wolfson Trough a Speculum that Shines, New Jersey 1994, pág.270.
 30 Publicado por G. Scholem en Madda’ei ha-Yahadut, 2 (1927), págs. 244-264.
 31 La influencia de esta teoría sobre el Zóhar es indiscutible; el reino satánico es denominado en el Zóhar Sitrá Ajrá, “el otro lado”. Ver por ejemplo I. Tishby, The Wisdom of the Zóhar, Oxford 1989, vol. II parte II.
 32 Sobre este autor se puede ver G. Scholem, “R. Moses of Burgos, the Disciple of R. Issac” en Tarbiz 5 (1934) pp. 56-58 (en heb.).
 33 Ver R. Joseph Gikatila, Le secret du mariage de David et Betsabe, ed. y trad. de Ch. Mopsik, Éditions de l’Eclat 1994
 34 Ed. M. Attiah, Jerusalem 1989.

 35 Traducida al inglés por A. Weinstein, Sa’are Orah. Gates of Light. Rabbi Joseph, the son of Abraham Gikatilla, New York 1994.

Publicado en Raíces 67, verano de 2006


Como homenaje al recientemente fallecido Gabriel García Márquez, reproducimos un artículo que publicó Raíces en su número 15, del verano de 1993.

Un réquiem por los judíos olvidados de América

Por SULTANA WAHNÓN BENSUSAN

Existe en Cien años de soledad un misterio aún por descifrar. El propio García Márquez, al referirse a su famosa novela, ha hablado en muchas ocasiones de «claves», de «señas», de «adivinanzas» que habría que descubrir. Su propia concepción de toda novela como «representación cifrada de la realidad» nos introduce en la idea de un texto que, como los Manuscritos de Melquíades descifrados por Aureliano Babilonia, estaría escrito en clave cifrada, en un código secreto que, de no ser descifrado, sepultará para siempre el misterio de los Buendía. García Márquez, que ha confesado siempre su admiración por la estructura literaria que representa el Edipo, rey, habría constituido en enigma la historia de los Buendía, burlando su solución a todos los que se han acercado a la novela como si ésta fuera sólo una reflexión sobre la realidad latinoamericana. La extrañeza de la estirpe, sus raros hábitos que contrastan con los de la católica Fernanda del Carpió, su fatal destino –ser exterminada de la faz de la tierra–, son algunos de los aspectos que la crítica, en general, ha dejado de lado y que contienen, sin embargo, la respuesta a una de las adivinanzas propuestas por García Márquez.
Son diversas las ocasiones en que, a lo largo de la propia novela, el autor nos advierte sobre la existencia de ese misterio que debe ser revelado. «Ése fue tal vez el único misterio que nunca se esclareció en Macondo» son las palabras con que el narrador alude a la muerte del primogénito de los fundadores, José Arcadio Buendía –el marido de Rebeca–, ocurrida ciertamente en circunstancias misteriosas y de la que nunca se supo si fue suicidio o asesinato. La confesión por parte del autor de que existe un misterio no esclarecido en Macondo va inmediatamente seguida del relato sobre el fantástico itinerario que el «hilo de sangre», luego de brotar del cuerpo de José Arcadio, recorre hasta llegar a su origen, la madre: «Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle [...] y se metió por el granero y apareció en la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan».
El único misterio no esclarecido en  Macondo está, pues, vinculado a la sangre y al origen. Al describir el comportamiento de Úrsula cuando advierte la presencia de la sangre de su hijo, el narrador nos proporciona otra clave no ya para advertirnos de la existencia del misterio, sino para indicarnos cómo resolverlo, pues Úrsula va a buscar el origen siguiendo el hilo de la sangre en sentido contrario a la trayectoria que antes se ha descrito: «Siguió el hilo de sangre en sentido contrario, y en busca de su origen atravesó el granero, pasó por el corredor de las begonias [...] y vio el cabo original del hilo de sangre que ya había dejado de fluir de su oído derecho».
Se trata, pues, de un pasaje revelador en la novela. El narrador nos confirma que existe un misterio aún no esclarecido en Macondo y nos informa de que se trata de un misterio relacionado con el origen, con la sangre de los Buendía. La pesquisa de Úrsula nos pone, además, en la pista de cuál ha de ser el método de la investigación para descubrir ese misterioso origen aún no revelado: éste se esclarecerá sólo cuando el investigador lea la novela siguiendo el hilo de la sangre en sentido contrario, tal como hace la propia Úrsula. La lectura más habitual de Cien años de soledad es la que –obedeciendo el ritmo que le impone el texto, que marcha hacia adelante al narrar la historia de los Buendía– sigue el hilo de la sangre desde los Fundadores hasta el último de los Buendía: «el epígrafe perfectamente ordenado en el tiempo y el espacio de los hombres: El primero de la estirpe está amarrado a un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas». Esta lectura, útil y fecunda para descifrar muchos de los misterios de la novela, no lo es para descifrar el único que todavía no se ha esclarecido: el del verdadero origen de los Buendía. Pues, para descifrar éste –el secreto de la estirpe–, es preciso proceder como Úrsula e investigar «en sentido contrario», yendo en busca del «cabo original del hilo de la sangre». No es casual –como trataré de demostrar– que sea en este mismo pasaje de la novela, en el que se narra la misteriosa muerte de José Arcadio y se habla por primera vez del enigma del origen, cuando también por primera y única vez se alude al misterioso «Judío Errante» que muchos años después, a la muerte de Úrsula, pasará por el pueblo y será sacrificado. ¿Existirá alguna relación entre el misterioso origen de los Buendía y el sacrificio del Judío Errante?

Fascinados por el futuro de la estirpe –al que nos orienta la lectura que los Buendía hacen de los Manuscritos de Melquíades–, los lectores de Cien años de soledad descuidamos por lo general su pasado, un pasado al que se hacen en verdad escasas referencias y que aparece como envuelto en brumas, pero en el que debe de residir el enigma aún no resuelto en Macondo. Debemos detenernos, por tanto, en esas escasas ocasiones en que, en Cien años de soledad, se hace referencia al pasado de la estirpe, sobre todo en el comienzo del capítulo segundo, donde se muestran de una manera organizada los antecedentes históricos de los Buendía. Aunque la crítica los ha pasado por alto, aquí están contenidos los primeros signos de «extrañeza» de la estirpe. De la bisabuela de Úrsula Iguarán se dice que tenía «algo extraño [...] en el modo de andar». A causa de unas «quemaduras» que la dejaron convertida en «una esposa inútil para toda la vida», había renunciado «a toda clase de hábitos sociales», entre ellos el de «caminar en público». Vivía «obsesionada por la idea de que su cuerpo despedía un olor a chamusquina» y tenía pesadillas en las que «la sometían a vergonzosos tormentos con hierros al rojo vivo». El origen de sus terrores y obsesiones se data a finales del siglo xvi, cuando el pirata Francis Drake asalta Riohacha y ella «se asusta tanto» que «se sentó en un fogón encendido». Tan extraña mujer es simplemente la esposa de «un comerciante aragonés», al que hay que suponer recién llegado al Nuevo Mundo, y que, buscando la «manera de aliviar sus terrores», liquida su negocio y se lleva a su familia a vivir a «una ranchería de indios pacíficos».
Allí, en la «escondida ranchería», vivía de tiempo atrás «un criollo cultivador de tabaco, don José Arcadio Buendía». Durante trescientos años las dos familias –la del aragonés y la del criollo, al que puede suponerse hispano-portugués por el apellido­– seguirán viviendo en la «antigua ranchería que [...] transformaron con su trabajo y sus buenas costumbres en uno de los mejores pueblos de la provincia»: Riohacha. Durante estos trescientos años, además, las dos familias se casarán exclusivamente entre sí, convirtiéndose en «dos razas secularmente entrecruzadas». Esta costumbre llega hasta el momento en que comienza la acción de Cien años de soledad, pues Úrsula y José Arcadio, los fundadores de Macondo, se casarán por la misma razón que todos sus antepasados lo han hecho desde que llegaron a la ranchería: «porque en verdad estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido que el amor: un común remordimiento de conciencia». Sin embargo, algo ha cambiado puesto que la familia trata de disuadirles de que se casen, temerosos de que «pasaran por la vergüenza de engendrar iguanas». Existe un precedente tremendo en la historia de la familia: un pariente había nacido con una «cola de cerdo» que «no se dejó ver nunca de ninguna mujer, y que le costó la vida cuando un carnicero amigo le hizo el favor de cortársela con una hachuela de destazar». José Arcadio y Úrsula desobedecerán a su familia y correrán el riesgo de engendrar hijos con cola de cerdo. Con la ligereza de sus diecinueve años, José Arcadio asegura que no le importa «tener cochinitos», pero Úrsula vive aterrorizada por los «pronósticos siniestros sobre su descendencia» hasta que, a raíz de la muerte de Prudencia Aguilar, el matrimonio se decide acabar con ese «malestar en la conciencia» que los vincula, emprendiendo el viaje que los llevará a fundar Macondo, donde procurarán por encima de cualquier otra cosa que sus hijos no se casen entre sí, rompiendo así con el hábito secular de sus antepasados.
Dos terrores parecen caracterizar a las extrañas mujeres de la estirpe: el terror a las quemaduras, que vinculan a los tormentos con hierros al rojo vivo, y el terror al futuro de su descendencia, relacionado con esa extraña cola de cerdo que le costó la vida a un antepasado. En relación con el primero, hay que subrayar que los terrores de la bisabuela de Úrsula a las quemaduras y los extraños hábitos que se derivan de ellos –como no andar en público o renunciar a la vida social– se originan cuando Francis Drake asaltó Riohacha, es decir, por las mismas fechas –finales del siglo xvi– en que se están instalando en América los primeros Tribunales del Santo Oficio: el de Lima en 1590 y los de México y Cartagena de Indias en 1610. También a finales del siglo xvi –en 1596– tuvo lugar el primer auto de fe importante en América, concretamente en Nueva España. De él dice Liebman, en su Réquiem por los olvidados: «El auto de 1596 señaló el momento de mayor intensidad de la persecución de los judíos a finales del siglo xvi. Todos los autos públicos tenían el propósito de infundir miedo a los asistentes, y éste fue el mayor y más grandioso auto celebrado en el Nuevo Mundo hasta aquel momento». No parece extraño, pues, que, coincidiendo con las expediciones de Francis Drake –entre 1585 y 1596 precisamente–, la bisabuela de Úrsula experimente terrores relacionados con quemaduras. Como confirmando sus temores, el Judío Errante que pasa por el pueblo siglos después será incinerado «en una hoguera». Si la pacífica esposa de un comerciante aragonés vive aterrorizada por las quemaduras y los tormentos a fines del siglo xvi en el Nuevo Mundo, y si a lo largo de Cien años de soledad el único personaje que sufre quemaduras y tormentos en Macondo es el Judío Errante que pasa por el pueblo a la muerte de Úrsula, no parece descabellado suponer que, en efecto –y respondiendo ya a la pregunta que antes dejé en suspenso–, existe una relación entre el enigmas de la sangre de los Buendía –el secreto celosamente guardado por la estirpe– y el sacrificio del Judío Errante.

El segundo de los terrores de las mujeres Buendía –el de engendrar hijos con cola de cerdo– no viene sino a apoyar esta hipótesis. El hijo con cola de cerdo representa –en imagen sintéticamente lograda– todos los miedos que una familia de judeoconversos ocultos en un rincón del Nuevo Mundo podía albergar acerca del futuro de su descendencia. En primer lugar, el miedo a las taras producidas por la consanguineidad. Después de trescientos años casándose entre sí, la cola de cerdo podía ser simplemente una tara, aunque desde luego sabiamente elegida por un García Márquez que ha condensado en esa imagen no sólo el miedo a los efectos de la consanguineidad, sino la especificidad judía de ese miedo. No en balde una de las características que se ha atribuido tradicionalmente a los judíos era la de tener un muñón de rabo al final de las vértebras, como los demonios. El hecho de que el rabo sea de cerdo –el animal tabú del judaísmo– y de que, por esta razón, José Arcadio se refiera a su hipotética descendencia con el término «cochinitos», podría confirmar que el terror de Úrsula está también relacionado con la posibilidad de engendrar hijos que sean reconocidos como marranos, es decir, como judíos conversos y que, por ello, se enfrenten al trágico final de ese antepasado al que el descubrimiento de su cola de cerdo –su secreto– le llegó a costar la vida. En definitiva, Úrsula, como todas las mujeres de la estirpe, teme por la vida de sus hijos, amenazada por ese secreto que la estirpe ha guardado celosamente durante «trescientos años de casualidades».
Se sabe que al final de la novela, cuando Aureliano Babilonia cometa por fin el temido incesto con su tía Amaranta Úrsula, se engendrará el monstruoso hijo con cola de cerdo que será devorado por las hormigas coloradas. Al igual que a ese antepasado al que la cola de cerdo le costó la vida, la cola de cerdo –que ha sido vista por la comadrona– le costará la suya al hijo de Aureliano Babilonia. La muerte de ambos es –convéngase– tan misteriosa como la misteriosa muerte de José Arcadio Buendía: el mismo enigmático secreto que envuelve a la de éste envuelve a la de aquéllos, como también a la de los diecisiete hijos del coronel Aureliano Buendía, «cazados como conejos por criminales invisibles». Todos los recursos al realismo mágico, a los arquetipos míticos que la crítica ha manejado para enfrentarse al tema del incesto en la novela no explican por qué los primogénitos Buendía son misteriosamente exterminados. Al igual que ocurría con la muerte de José Arcadio Buendía –que se vinculaba al origen y al Judío Errante–, la de los Buendía con cola de cerdo se explica también en relación con el Judío Errante que está en el origen de la estirpe. Pues, a lo largo de toda la novela, sólo un personaje compartirá con ellos la extraña característica de aparecer a ojos de los demás como mitad hombre mitad animal y el fatal destino de ser, por ello, sacrificado: el Judío Errante.
En el episodio del Judío Errante reside la clave definitiva de Cien años de soledad. En él está contenido el secreto no revelado, el enigma no descubierto de la estirpe. Y García Márquez no lo oculta, sólo nos lo pone difícil. Muy pocas páginas antes de que el Judío Errante pase por el pueblo –dieciséis en la edición que yo manejo, la de Cátedra–, encontramos el otro pasaje de la novela en que de nuevo –como en el de la muerte del primogénito– se alude a la existencia de un secreto en la familia. En esta ocasión no se refiere a la muerte misteriosa de los primogénitos, sino a un San José de yeso que contiene en su interior monedas de oro y que Úrsula ha enterrado en algún lugar escondido de la casa, de la misma manera que al comienzo de la novela había enterrado debajo de la cama un «cofre de monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones». Úrsula es interrogada por todos los miembros de la familia acerca de «la fortuna enterrada», pero ella, que ya desvaría a causa de la vejez, tiene el suficiente «margen de lucidez para defender aquel secreto». El secreto –que concierne en apariencia al oro– está igualmente relacionado de nuevo con el origen de la estirpe: el padre de Úrsula, pero también un San José, a quien sería fácil identificar con la tradición católica, pero que, en definitiva, fue –como el de Úrsula– un padre judío. Su hijo Aureliano Segundo está ya convencido «de que Úrsula se llevaría el secreto a la tumba» –como así ocurre–, pero consigue de Pilar Ternera, la echadora de naipes, la siguiente predicción: «que no sería encontrado antes de que acabara de llover y los soles de tres junios consecutivos convirtieran en polvo los barrizales».
Aparentemente la predicción de Pilar Ternera no se cumple: tres años después de que acabe de llover, cuando empieza a soplar el viento cálido que convierte los barrizales en polvo, Aureliano Segundo volverá a preguntar a su madre en el lecho de muerte por el «oro enterrado», es decir, por el «secreto» que Úrsula guarda celosamente, pero ella le responde: «Cuando aparezca el dueño... Dios ha de iluminarlo para que lo encuentre». Se diría que, en efecto, Úrsula se lleva el secreto a la tumba. Y, sin embargo, el narrador es leal con nosotros y nos ofrece lo prometido en la predicción de Pilar Ternera: tres años después del final del diluvio, cuando empieza a soplar el viento cálido que convierte en polvo los barrizales, justo en el mismo momento en que Úrsula muere llevándose el secreto a la tumba, pasa por el pueblo el Judío Errante, en episodio que había sido anticipado –como vimos– por primera y única vez en aquel otro pasaje de la novela en que se hablaba del único misterio que quedaba por esclarecer en Macondo. García Márquez nos ha proporcionado, a través de la predicción de Pilar Ternera, la localización exacta de la clave para desenterrar el oro escondido en Cien años de soledad, el secreto de Úrsula, el misterio nunca esclarecido en Macondo: el origen de los Buendía.

Descrito por el párroco como «un híbrido de macho cabrío y hembra hereje, una bestia infernal cuyo aliento calcinaba el aire y cuya visita determinaría la concepción de engendros por parte de las recién casadas», el Judío Errante aparece como la «mala influencia» que hace concebir a las recién casadas engendros con partes animales. Los hijos con cola de cerdo –el enigma que motiva la muerte misteriosa de los primogénitos de la estirpe– están directamente vinculados, en la mente del párroco –de la Iglesia, pues–, al origen judío de la estirpe. La población de Macondo no pone «en duda la existencia de una criatura espantosa semejante a la descrita por el párroco» y pone trampas para cazarla. Macondo, que es hospitalario con los gitanos, con los árabes y con los gringos, somete a tortura y asesina cruelmente al único judío –manifiesto– que pasa por el pueblo: «Lo colgaron por los tobillos en un almendro de la plaza… y cuando empezó a pudrirse lo incineraron en una hoguera». ¿Puede extrañar que el origen judío de la estirpe sea el secreto celosamente guardado por una Úrsula que ha temido siempre por el futuro de su descendencia?

Será Aureliano Babilonia el único que consiga acceder al secreto de la estirpe, después de descifrar las claves de los Manuscritos de Melquíades. Él será quien, en una lectura de los Manuscritos obsesionada por el «origen» y la «sangre» de sus antepasados, entienda por fin la historia de la familia. Aureliano persigue en la lectura final de los Manuscritos –en las últimas páginas de la novela– lo que nosotros hemos perseguido en la lectura de Cien años de soledad: lo que el narrador llama «los caminos ocultos de su descendencia». Y lo hace, también como nosotros, de acuerdo con el método preconizado por Úrsula de ir en busca del origen siguiendo el hilo de la sangre en sentido contrario, por lo que no debe extrañar que los resultados de su pesquisa sean idénticos a los de la nuestra y que también él culmine su investigación sobre el pasado de la estirpe en ese momento en que «descubrió que Amaranta Úrsula no era su hermana, sino su tía, y que Francis Drake había asaltado Riohacha solamente para que ellos pudieran buscarse por los laberintos más intrincados de la sangre». Aureliano Babilonia ya sabe lo que nosotros sabemos: que el secreto de la estirpe está localizado en ese momento de la historia de la familia en que el bisabuelo de Úrsula decidió llevarse a su familia a una ranchería escondida para liberarla de los temores de las quemaduras. Teniendo en cuenta que Aureliano posee sorprendentes saberes enciclopédicos, sobre todo concernientes a la Edad Media, no podemos albergar ninguna duda acerca de su capacidad para vislumbrar el porqué de los terrores de sus antepasados. Hay que suponer igualmente que, a la luz de lo descubierto, entendería perfectamente por qué durante cien años de soledad Úrsula siguió cocinando ella misma el pan que comía su familia; por qué siguió cultivando, junto al plátano, la malanga, la yuca, el ñame y la ahuyama –tan tropicales– la sefardí berenjena; y por qué, a la muerte de Remedios, justo «en el lugar en que se veló su cadáver» dejó –como mudo testimonio de su secreto– «una lámpara de aceite encendida para siempre». 



José Antonio Fernández López

El ocaso del mundo de ayer


Una controversia sobre la identidad

Si me hubiera quedado en el shtétl nunca me habría ocurrido […]. Una vez que te vas, estás al aire libre: llueve y nieva. Nieva historia. Todos estamos en la historia, esto es seguro, pero algunos están más dentro que otros. Los judíos más que la mayoría.
B. MalamudEl hombre de Kiev.

“¿Se han sentido alguna vez los escritores alemanes de origen judío en su casa dentro del Reich alemán?”, se preguntaba Joseph Roth, tras la llegada de Hitler al poder, en su exilio parisino. Su respuesta, aun siendo de enorme sinceridad y realismo, sólo identificaba una parte del problema identitario que intentaba dirimir, manifestando a las claras el profundo error en el que se hallaban la inmensa mayoría de los intelectuales judíos en aquellos años tan cercanos a la catástrofe, la tremenda confusión de categorías asociada al fenómeno asimilatorio, en la que conceptos como “Europa”, “civilización occidental”, “espíritu europeo”, “humanismo”, aun se creían dotados de virtualidad y valor:

“Surge la sospecha históricamente justificada de que los literatos alemanes, de procedencia judía o no judía, no han sido en todas las épocas más que unos extraños en su país, emigrantes en el suelo en que nacieron, consumidos por la nostalgia de la verdadera patria, incluso cuando se hallaban dentro de sus fronteras”1.

El diagnóstico es acertado, pero limitado en exceso geográfica y espiritualmente. Roth, corresponsal durante muchos años del Frankfurter Zeitung, obligado a abandonar su empleo y a marchar fuera de Alemania, circunscribe por aquel entonces la barbarie únicamente al territorio del incipiente Reich. Sin embargo, él, un trotamundos genial e intuitivo, con alma oriental y conciencia trágica de la historia, sin domicilio fijo nunca en su vida adulta, provisto de un pasaporte polaco desde 1918 hasta 1928 por ser galiciano, y con nacionalidad austriaca a partir de entonces, no volverá a esa “nueva Austria” cuando se vea forzado a huir. El hecho profundo que justifica tal decisión es que, en el fondo, ese Estado que gracias a su condición de “ciudadano” le hubiera podido ofrecer “un hogar”, no tenía nada que ver, no podía ser identificado con aquella patria de la imperturbabilidad que daba a todo su justa esencia, comprendida por el “en aquel tiempo” de La marcha Radetzky, donde las cosas tenían un cielo sobre sí y podían ser identificadas con seguridad. Tan sólo quedaba la nostalgia y la lengua, una lengua alemana que dará cuenta de la barbarie y que, en los años de la “marea parda”, se empleará también, por encima de todo, por muchos de los judíos perseguidos para salvar la tradición humanística en Alemania2. En aquellos años en los que, como decía con amargura S. Weil en 1937, “la humanidad había perdido las nociones esenciales de inteligencia, las nociones de límite, de medida, de grado, de proporción, de referencia, de condición, de vínculo necesario”, Austria estaba ya contagiada por lo que habría de venir, no representaba nada de lo que Roth anhelaba, ni en relación con la Mitteleuropaañorada, ni con la Europa culta, humana e ilustrada, añoranza de la que da espléndida cuenta su amigo Soma Morgenstern en sus memorias3.
¿Qué era realmente aquella Europa anhelada? Un análisis del fenómeno de la asimilación puede aproximarnos a la respuesta. A lo largo de los ciento cincuenta años que los judíos vivieron entre los pueblos de Europa occidental, insertados en la sociedad y no en la “cercanía aislada” del ghetto, “tuvieron que pagar con una miseria política su gloria social y con el insulto social su éxito político”4. La asimilación, entendida simplemente como aceptación por parte de la sociedad no judía, se les otorgaba única y exclusivamente a distinguidas excepciones, por otro lado no inmunes a los ataques antisemitas. Estos judíos que, en palabras de Arendt, “escuchaban el extraño cumplido de que constituían excepciones, que eran excepcionales”5, sabían en el fondo o hubieran debido saberlo, que la ambigüedad de ser judíos que parecían –por su excepcionalidad– no judíos, era lo único que les abría las puertas de la sociedad, y que en el fondo de esta estrategia socializadora se hallaba el fracaso de la asimilación y la perenne estigmatización de lo judío y su incompatibilidad con lo occidental mal entendido como nacional. La paradoja estaba fundamentada en unas raíces graves y profundas. La sociedad occidental, a la cual el judío ansiaba asimilarse, exigía al que pretendía incorporarse una educación similar a la que ella difundía, pero no como exigencia igualitaria o niveladora, sino en la clave de la excelencia. El judío debía ser un hombre “fuera de lo común”, capaz de producir o crear algo fuera de lo ordinario, dado que, a fin de cuentas, era judío. En este sentido, los judíos intelectuales altamente asimilados, miembros de ese “parnaso de los genios”, nos ofrecen un espejo excepcional para el análisis paradójico y para descubrir cuáles eran las grandes intuiciones críticas del momento, las profundas incertidumbres identitarias, o, las más de las veces, la grave ignorancia que el propio estatus de “genialidad” confería a personajes, por otro lado, dotados de una enorme maestría literaria o de una profunda visión humanista de la historia, una grave ceguera que sólo pudo ser superada cuando “todo aquel mundo” ya estaba perdido.
Aún a comienzos de los años treinta del siglo pasado, judíos cosmopolitas como Karl Kraus y Stefan Zweig, seguían creyendo –o quizás tan sólo anhelando– que una Europa, espiritual y eterna, confrontada con el nazismo en un combate entre razón y barbarie saldría victoriosa. Alemania podía no ser ya una patria para los judíos y los hombres de espíritu, pero aun quedaba esa “otra Alemania”, abierta, culta y, por lo tanto, verdadera, la Austria finisecular, y, por encima de todo, el enorme corazón de Europa, tejido por siglos de afirmación moral de la racionalidad humana, una Europa donde siempre podría sentirse “en casa” un judío condenado a errar. Aquella Viena europea, idealizada y acogedora, es evocada de esta forma por un emigrante desesperado como Zweig, en una conferencia en Paris en 1940:

“Sus hijos y sus nietos hablaban alemán, pero los orígenes no se borraban del todo. Con esta continua mezcla, los contrastes perdían sus aristas, todo se tornaba aquí más suave, complaciente, conciliador, deferente y amable; esto es, austriaco. Como integrada por tantos y tan dispares elementos, Viena fue el terreno ideal para una cultura común. Lo extranjero no equivalía aquí a enemigo ni a antinacional, no era algo rechazado como presuntamente no alemán ni austriaco, sino respetado y buscado”6.

Otros como el propio Roth, por más que diera rienda suelta a su mirada nostálgica, lanzando, cuanto mas crecía la soledad y el abandono, una mirada idealizada y mitificada al Mundo de ayer, ensalzando las virtudes del mundo habsbúrguico y de lo europeo occidental, sabían ya con plena certeza que la empresa se había saldado con el fracaso:

“Hay que reconocerlo, la Europa espiritual se rinde. Se rinde por desidia, por debilidad, por indiferencia, por irreflexión. El futuro deberá investigar con exactitud los motivos de esa capitulación vergonzosa. Nosotros, los escritores alemanes de origen judío, en estos días en los que el humo de nuestros libros quemados sube hasta el cielo, hemos de reconocer sobre todo que hemos sido vencidos: reconozcamos nuestro fracaso”7.

El anhelo y la nostalgia de la solidaridad europea, una solidaridad cultural expresión de una supuesta “conciencia común”, resuena en los labios de un judío oriental galiciano, como en el fondo era Roth, con las notas de la vieja nostalgia judía que parece remontarse a aquel recuerdo de la Babilonia del destierro. Sin embargo, si el lamento por la Jerusalén perdida, a orillas de los ríos babilónicos, presenta la autenticidad de lo arquetípico y lo constructivamente evocador, la Europa Ilustrada puede considerarse más como la memoria de un fracaso, de unas esperanzas y unas promesas incumplidas, que como una referencia espiritual de consistencia identitaria. Grecia, Roma e Israel, la Cristiandad y el Renacimiento, la Revolución francesa y la Alemania del siglo xviii, la música supranacional austriaca y la poesía eslava, “todas esas fuerzas han moldeado la faz de Europa”8, dice Roth. Pero “Israel”, a pesar de estar ahí, no cuenta en esa historia del espíritu. Su fracaso es, por lo tanto, tan antiguo como su historia, vinculada constitutivamente a la humanidad, a lo universal, pero amplificado en la medida en que esa historia judía de “iluminación de lo universal desde la particularidad” no ha podido conectar con la historia de la liberación y emancipación del hombre a partir de la Modernidad.
En cualquier caso, lo que aquí resulta realmente decisivo es que, en el fondo, se intuye cómo Roth y el tipo de conciencia judía que representa nos alcanzan “desde mucho más lejos” que Zweig y su ilustrada y altísimamente asimilada vida de “europeo”. Representan la esencia indudable de una raíz judía que ha permanecido durante siglos en el Este europeo unida “al dolor, a la grandeza humana y a la miseria del sufrimiento”9, ese amor a una cultura, la de los judíos orientales, que no podía tenerse sin tristeza ni nostalgia, porque el retorno a ella era imposible –lo cual no deja de resultar sorprendente en este defensor de la monarquía, cripto-católico, que se presentaba en París rodeado de rancios aristócratas pertenecientes a los círculos legitimistas. Podemos hallar cómo, en la confrontación dialéctica de estos dos judíos austriacos que planteamos, se puede percibir gran parte del sentido y las implicaciones en que la “ahistoricidad”, como pérdida identitaria moderna, se manifiesta decisiva en las circunstancias y en las horas cruciales de buena parte de la conciencia judía de aquellos años, máxime en un pueblo que debe su raíz y su pervivencia a las tensiones de una historia leída durante siglos como “historia de la salvación”.
Mientras que Kraus, por ejemplo, tan sólo una vez consumado el terror podrá a lo sumo certificar que, “cuando ese mundo surge, la palabra expira” (Die Fackel 888, 1936), Zweig todavía en 1942 presentaba los años previos a la llegada de Hitler al poder como “un regalo inesperado”. Esos años los vive en gran parte en Salzburgo, convertida por aquel entonces, en verano, en “la capital artística no sólo de Europa sino también del mundo entero”. Su casa del Kapuzinerberg se convierte en “una casa europea”. Con su inalterable fondo de elitismo, se pregunta Zweig, “¿quién no ha sido nuestro huesped?”10. En aquellos años en los que “resultaba agradable viajar”, su hogar también lo era, rodeado de la flor y nata de la intelectualidad europea: Romain Rolland, Thomas Mann, H. G. Wells, Hoffmansthal, James Joyce, Paul Valéry, Ravel, Richard Strauss, Alban Berg, Bruno Walter o Bela Bartók. “¿Con quién no pasábamos allí horas cordiales, mirando desde la terraza el bello paisaje, sin sospechar que justo enfrente, en la montaña de Berchtesgaden, se alojaba el hombre que habría de destruir todo aquello?11  Esta ignorancia manifiesta, al igual que el cosmopolitismo elitista, una auténtica acosmia, la profunda desubicación existencial de estos hombres, que se confirmaría de forma dramática cuando, de la noche a la mañana, perdieran su ciudadanía, pasando de ser “judíos cosmopolitas” a nuevos “judíos errantes”. La desconexión de la historia –el vivir, como afirma Arendt, no en el mundo de ayer, sino en “los márgenes de ese mundo”12–, transformada en un haz complaciente de relaciones y valores culturales, en la percepción ingenua de una grata seguridad, intenta justificarse en medio de la catástrofe con una discutible tesis: “Obedeciendo a una ley irrevocable, la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer los movimientos que determinan su época. Por esta razón, no recuerdo cuándo oí por primera vez el nombre de Adolf Hitler”13, rememora el autor de La piedad peligrosa.
La presencia escasa del judaísmo en la obra de Zweig desconoce por completo la referencia personal. Al dar cuenta de sus orígenes, establece una doble raíz en la que “lo judío”, merced al impulso de sus ancestros, se había correctamente ubicado en el contexto social de referencia14. Así, con respecto a la familia del padre, procedente de Moravia, indica cómo “emancipados pronto de la ortodoxia religiosa eran apasionados partidarios de la religión del progreso de la época y, en la era política del liberalismo, situaron en el parlamento a los diputados más respetados. Cuando se mudaban a Viena, se adaptaban con una rapidez sorprendente a la esfera cultural superior y su ascenso personal se unía orgánicamente al impulso de la época”15. En segundo término, la procedencia social de su madre no desentonaba con esa “adaptación a los entornos superiores” propia de estos judíos “fuera de lo común”, incorporando a la “excelencia” el “cosmopolitismo”: “Mi madre, de soltera Brettauer, era de procedencia distinta, cosmopolita. Había nacido en Ancona, y tanto el italiano como el alemán eran sus lenguas maternas […] La familia de mi madre no era italiana sino conscientemente cosmopolita; originariamente propietarios de un banco, pronto se habían dispersado por el mundo desde Hohenems, un pueblecito de la frontera suiza, siguiendo el modelo de las grandes familias banqueras judías”16.
Con estos antecedentes, no resulta extraño que las referencias judías en la narrativa, ensayística y en su importantísima labor como biógrafo –uno de los grandes biógrafos alemanes junto a Emil Ludwig durante la primera mitad de siglo– sean poco representativas y, por lo demás “peculiares” en el contexto que estamos describiendo. En medio de una enorme producción, las obras de temática judía se reducen casi a una tragedia, una fábula y un breve y hermoso relato, este último, el único texto con un protagonista judío, Buchmendel, librero anticuario –publicado en Raíces nº 38–, que presenta una problemática identificable contemporáneamente a la vida del autor. El protagonista simboliza la incorporación de un judío ortodoxo, venido del Este, a los márgenes de una vida occidental culta, y la posterior e ine-vitable quiebra identitaria producto de dicho movimiento personal. No obstante, en la óptica que nos presenta Zweig, el judaísmo oriental de Mendel, el de los libros, su tragedia personal merced a la disolución del universo de seguridad previo a la guerra y su muerte en el más absoluto de los abandonos, quedan eclipsados por su, de nuevo, “excepcionalidad”:

 “La memoria específicamente anticuaria de Jakob Mendel no era, sin embargo, menos fabulosa en su perfección única que la de Napoleón para las fisonomías, la de Mezzofanti para las lenguas, la de Lasker para las aperturas de ajedrez o la de Busoni para la música. En un seminario o en una institución pública este cerebro hubiera enseñado y sorprendido, hubiera sido útil a la ciencia, una adquisición para esos tesoros públicos que llamamos bibliotecas. Pero ese mundo superior le estaba vedado para siempre al pequeño librero de viejo sin instrucción de Galitzia, que no había visitado más que la escuela talmúdica”17.

La tragedia de inspiración bíblica Jeremías, obra teatral en nueve cuadros, desarrollada a partir de pasajes del libro profético del mismo nombre, no aborda las convulsiones de los judíos europeos de la época, sino que se centra en una denuncia del belicismo y de la guerra. Este drama pacifista, estrenado en Zürich en 1918, que es la apuesta personal de Zweig por la defensa de una Europa unificada y en paz, se mueve en el terreno de las grandes ideas humanistas que animan, por ejemplo, su Erasmo de Rotterdam o Castelio contra Calvino, si bien, mientras que en estos casos la distancia histórica puede ser salvada por la apologética ilustrada, en el caso de Jeremías la absoluta judeidad del personaje bíblico y la impronta de su teología de la historia, así como su referencialidad para cualquier judío, exigen algo más que una mera universalización de su mensaje. La desproporción que implica la acosmia de estas palabras nos parece destacable como síntoma de un trasfondo: “ya está armado el vengador que barrerá vuestro orgullo pestilente, ya está desenvainada la espada que desgarrará vuestra insolencia: el mensajero ya viene a traeros aflicción. Corre, se da prisa, ya dirige sus pasos hacia Jerusalén para que os confundan”18.
Veinte años después, poco antes de tener que huir de Austria, Zweig volverá a confrontarse con el judaísmo en su obra, esta vez en forma de un cuento, de una leyenda. El candelabro enterrado es la conmovedora descripción de un sino y, también, de una premonición. Al igual que en el caso de Jeremías, la trama se retrotrae en el tiempo, esta vez en un pasado histórico y no histórico-bíblico. Los últimos días de la antigüedad clásica sirven de ambientación a las vicisitudes de la Menorá del Templo de Jerusalén, símbolo de la fe de Israel y de la vida del pueblo judío. Una lectura comparada de esta obra con la contemporánea trilogía de La guerra de los judíos de Lion Feuchtwanger, evidencia a las claras lo marcadamente diluido y atemporal de la “obra judía” de Zweig escrita en tiempos de catástrofe. Sirva como justificación del compromiso histórico del autor de Los hermanos Oppermann el siguiente pasaje: “Con cierta ironía observó al secretario e intérprete del príncipe, que estaba contemplando la ciudad con visible inquietud. Este hombre pretendía asociar el judaísmo al helenismo. Imposible, querido amigo: no se puede conciliar Jerusalén y Roma, a Isaías con Epicuro. Por favor, decidíos por una de las dos”19. Mientras que Feuchtwanger, desbordante en lo formal, ofrece un ejercicio de relectura histórica de la tragedia judía con cientos de evidencias y relaciones que sin el menor esfuerzo permiten una lectura iluminadora de su presente, la obra de Zweig, magistral también en lo estilístico como es norma del talento de su autor, ofrece una desolada sensación de atemporalidad, incapaz casi de manifestar qué podría significar en 1937 el soterramiento del símbolo de la fe judía. Escrita mientras se sentía ya de cerca que se avecinaba lo irremediable, nos ofrece en sus últimas páginas el testimonio de un ocaso y una autodisolución: “Benjamín se detuvo reverentemente. –Soy todavía el testigo, el último –balbució temblando bajo el peso de sus pensamientos. Nadie sobre la tierra, excepto yo, conoce el secreto lugar donde yace la Menorá. Excepto yo nadie puede adivinar dónde está su tumba”20.
Confrontada como un polo alternativo, la visión de Roth del convulso mundo de entreguerras se nos ofrece como infinitamente más perspicaz y, a la vez, impregnada de una trascendencia mucho más allá de la nostalgia decadente y esteticista de Kakania. Desde la publicación de su primera novela, La tela de araña (1924), hasta su último escrito, testimonio de su calvario personal, La leyenda del santo bebedor (1939), hay una tensión constante entre la dimensión horizontal-histórica, y la vertical-trascendente como elementos articuladores del “centro” del hombre y del judío. La asimilación entendida como la incorporación al plano horizontal histórico no es vista como una potenciación del individuo, como una liberación gozosa, sino, al contrario, como un debilitamiento de la condición humana del judío, arrancado de sus vínculos colectivos y expuesto a la alienación21. La descomposición del mundo judío y el fracaso de la integración en la sociedad europea, generan una angustia que puede hallarse en Roth, en Kaf-ka y también en Isaac Bashevis Singer, un malestar, dice Claudio Magris, “al que Roth se somete con sentimental abandono, que Kafka anota con la claridad de la neurosis y que Singer reprime al ritmo imperturbable de la clasicidad”22.
En el mundo literario de Joseph Roth, la historia no se revela como “ignorancia”, acosmia, ni se diluye en un sentimiento difuso de paneuropeísmo. Europa es un referente, pero más en el sentido de un orden civilizador, de un conjunto de aspiraciones morales en las que el humanismo presenta una convergencia de lo occidental y lo hebreo. En este mundo fronterizo, la nostalgia monárquica, el “mito del imperio”, auna una idealización del pasado en la que, sin embargo, pesa mucho más el fracaso de ese pasado. La “seguridad” del Jefe de Distrito von Trotta, protagonista de La marcha Radetzky, anticipa su propio ocaso; el mundo de los tenientes “reales e imperiales” está, al igual que en las obras de Schnitzler (Partida al amanecerEl teniente GustlLa ronda), condenado a su desaparición por su propia inanidad y sinsentido. El Imperio desaparecido expresa, por ende, la búsqueda de un punto vacío fuera de la historia, algo que la trascienda para darle sentido, como un marco ajeno a las tensiones y a la dialéctica de poder que deja fuera de dicha historia al judío, que en Roth siempre tiene un alma oriental. En este ethos del fracaso, tan peculiarmente judío, reconocemos a autores contemporáneos como Bernhard o Sebald, escritores en lengua alemana que se identifican, en un momento u otro de su obra, cuasi-autobiográficamente con las tragedias pasadas para las que exigen rehabilitación o, como poco, comunidad de destino, y reconocemos como experiencia judía contemporánea la obra de Imre Kertész, quien comprende a las claras qué significa “venir de atrás” y el sentido convulso, paradójico y desazonador de ser judío en Europa.
La fractura de la historia para el pueblo judío y la consiguiente alienación en medio de su sociedad para la que ya no cuenta, es la cuestión esencial que hacen patente gran parte de las novelas y relatos de Roth, manifestada de forma privilegiada en esa suerte de apasionante reportaje que es Juden auf Wanderschaft (Judíos errantes), un alegato a favor de la hondura y de la enorme carga cultural y espiritual de esa experiencia excitante, torturada y extática vivida por los judíos del Este y que dio a Europa un sabor inconfundible, un contrapunto agudo y crítico23. Compenetrado con la nostalgia de lo eterno, espiritual y políticamente hablando, Roth ejerce, en medio de sus vicisitudes, de esa conjunción de desastre y genialidad que fue su vida, la función de revelador y catalizador de una situación, la tragedia del pueblo judío que se gestaba, y que en su narrativa se muestra anticipadamente24.
En esta tarea, sus personajes ejercen de reactivo, su presencia hace visible y precursora el desastre que se avecina. Los burgueses arruinados, captados por grupúsculos fascistas y antisemitas, que pueblan La tela de araña, o que se gestan en La cripta de los capuchinos, comparten con los anti-heroes de Ödön von Horváth, la sobrecogedora carga de una mirada profética dirigida a una humanidad pequeñoburguesa, egoísta y corrompida, una sociedad en la que se gestaba el horror que habría de venir25. Detectado el mal, también se evidencian quiénes van a ser sacrificados en su expansión. Los habitantes del universo de disolución que ambientaHotel SavoyFuga sin finEl profeta mudo o El peso falso, viven en una atmósfera de abandono a lo desconocido y, sobre todo, de absoluta soledad existencial. Estos “héroes clásicos invertidos”, que vienen de Bucovinia, Galitzia, Moravia o Rutenia, intentan integrarse en la “sociedad occidental”. Llegan tarde a esta empresa porque su mundo anterior les confería la posibilidad de una identidad judía vivida con dramas y sobresaltos, pero con el referente de una ciudadanía en el seno del Imperio. Al contrario que sus hermanos de la Rusia de los Zares, judíos polacos, ucranianos o lituanos, su mundo referencial presentaba una conciliación entre lo oriental y lo occidental, aunque fuese con la condición de parias. Sin embargo, por encima de todas estas matizaciones, paradójicamente su desubicación tendrá a la postre las mismas consecuencias que la de los judíos occidentales altamente asimilados, con la notable y trágica diferencia de haber evitado siglo y medio de ímprobos esfuerzos asimilatorios. Una conclusión despiadada que encierra el terrible drama del judaísmo europeo.
Los intentos de inserción social de los Ostjuden de los antiguos territorios austriacos son elaborados narrativamente por Roth con señales de alarma y aviso. Esta llamada de atención es una advertencia contra los riesgos de perder los últimos signos identitarios en medio de una Europa nacionalista, agresiva y contra-ilustrada que está preparada para exterminarlos, aplastándolos antes con sus mecanismos burgueses, que Roth identifica como “la falsedad, la instrumentalización represiva de sus superestructuras ideológicas y de sus banderas”26. En la patria que anhelan y que creen descubrir, los personajes de Roth, Anselm Eibenschütz, Arnold Zipper o Paul Bernheim27, se alienan y se pierden, en un drama en el que se nos confronta con los presupuestos y las mentiras de la sociedad occidental. Eibenschütz, al igual que el agrimensor K. (El castillo), expresan una clara contraposición entre lo que significa estar “dentro” y “fuera”, la presencia de una alienación entendida como pérdida, en un caso, e imposibilidad en el otro. El primero está “fuera” porque es un judío asimilado que ha perdido todo vínculo con sus raíces, junto al mundo que parecía darle cobijo y que, sin embargo, ha recibido el don de la conciencia de su situación, la suerte de “aprender la verdad sobre sí mismo”28. El agrimensor K. está fuera del castillo, morirá sin haber podido entrar, una muerte natural producto del agotamiento y, sin embargo, hasta el fin no desistirá en llamar justo a lo justo e injusto a lo injusto, “rehusando a obtener como regalo de arriba el derecho que le corresponde como ser humano”29. Asimilarse es, en este sentido, para estos personajes que viven cronológicamente los años 1920-1930, pérdida y renuncia identitaria que trae como consecuencia el estar a merced del peligro. Su drama se une al de todos los miles de judíos que, antes que ellos ya lo habían intentado y que, al igual que ellos experimentaron, aun sin saberlo entonces, el mismo fracaso, esos de los que el propio Roth afirma en Judíos errantes:

 “Renunciaron a ellos mismos, se perdieron ellos mismos. Su triste belleza se separó de ellos y sobre sus curvados hombros permanecía un estrato, gris como el polvo, de angustia sin significado y de vulgar afán sin tragedia. El desprecio se les quedó pegado en el cuerpo, con la única diferencia de que antes habían sido tratados a pedradas. Llegaron a compromisos. Cambiaron sus maneras, sus barbas, sus peinados, su liturgia, su vida doméstica –ellos mismos se atuvieron a la tradición todavía–, pero la herencia trasmitida se alejó de ellos. Se convirtieron en simples y pequeños burgueses. Las preocupaciones de los pequeños burgueses se convirtieron en las suyas. Pagaban impuestos, eran inscritos en registros y se sentían reconocidos en una nacionalidad que les venía otorgada con mil vejaciones”30.

Tanto el judío que permanece en Kiev, Kowno o Tarnopol, como los habitantes de pequeños shtetl galitzianos, los “judíos errantes” de Roth, que emigraron desde comienzos de siglo a Berlín, París o Viena, y todos los judíos ciudadanos de países de la Europa Occidental más o menos profundamente asimilados, compartirán desde 1933 hasta 1945 la misma tragedia que desplazará para siempre, por la fuerza de la destrucción y el asesinato, el centro del judaísmo de Europa. Esta tragedia, de naturaleza infinitamente superior a cualesquiera otras que el pueblo judío hubiera experimentado a lo largo de su historia, injustificable desde el antisemitismo clásico o desde el mero conflicto cristianismo-judaísmo, más allá de cualquier autopercepción patológica del propio individuo o colectivo judío, conecta en su desarrollo y materialización con el endurecimiento de una condición existencial gestada en el fracaso asimilatorio y vinculada estrechamente al propio fracaso del proyecto moderno31.
En esta controversia de gran calado, tiene para nosotros un indudable interés uno de los objetivos fundamentales de la crítica de Arendt expresada en La tradición oculta, el papel de los literatos judíos asimilados que fueron testigos de los momento históricos que precedieron a Auschwitz, y que estamos confrontado dialécticamente en esas dos posiciones antitéticas que simbolizan Joseph Roth y Stefan Zweig. Resulta curioso cómo los años a caballo entre los siglos xix y xx, ese tiempo previo a la Primera Guerra Mundial, donde las formas políticas existentes, no reconocidas ya como legítimas por los pueblos, y que sin embargo sobrevivían incomprensiblemente, eran descritas por judíos como Zweig como “la edad de oro de la seguridad”32. Más curioso aun se nos presenta, como hemos visto más arriba, el hecho de comprobar que la década previa a la toma del poder por Hitler pueda ser recordada como “un regalo inesperado” por el autor vienés. Para estos judíos asimilados de la alta burguesía o de la élite cultural e intelectual, no concientizados identitariamente, o tan sólo vinculados de un modo esteticista e intelectual con el rechazo o la aceptación de su ser judío, los asuntos políticos, indica Arendt, tenían bien poca importancia33. La ampliación del radio de influencia económico europeo o las controversias de las vanguardias artísticas, el culto a la música y al teatro, los vuelos a motor o la carrera por el Polo, ocupaban demasiado a Europa como para que estos judíos percibiesen la profusión de signos que anunciaban la catástrofe inminente. En el fondo, como el propio Zweig reconoce, “en esta conmovedora confianza en poder empalizar la vida hasta la última brecha, contra cualquier irrupción del destino, se escondía, a pesar de toda la solidez y la modestia de tal concepto de la vida, una gran y peligrosa arrogancia”34.
Igual de cosmopolita pero “con un corazón más judío”, con una mirada más “trascendente e imaginaria”, en palabras de Magris, y con la libertad espiritual y radicalidad que da la itinerancia permanente, el no poder identificarse con un hogar propio y sí con muchos, Joseph Roth afirma en relación el binomio judíos-cultura que, “desde los inicios del siglo xx los escritores que han hecho alguna contribución a la literatura alemana han sido los siguientes: judíos, medio judíos y judíos en un cuarto, es decir escritores de ‘ascendencia semítica’, para hablar en la jerga del Tercer Reich”35. Peter Altenberg, el poeta admirado por Améry, el comediógrafo Oscar Blumenthal, Max Brod, amigo de Kafka y redescubridor de la figura de Tycho Brahe, Alfred Döblin, el iniciador de la novela urbana alemana, el dramaturgo Bruno Frank, Maximilian Harden, periodista, el dramaturgo Walter Hasenclever, que dejará antes de morir un desgarrador testimonio de su reclusión en Francia, Paul Heyse, el primer premio Nobel alemán, Hugo von Hofmannsthal, lírico y prosista refinado, “heredero clásico de los tesoros católicos de la vieja Austria”, como gusta en llamarlo Roth, Karl Kraus, el gran polemista y santón de toda la cultura vienesa, los escritores épicos Alfred y Robert Neumann, Rainer María Rilke, Jakob Wassermann, Arthur Schnitzler, Franz Werfel, Arnold Zweig, Egon Erwin Kisch, conforman una lista sin fin, una colosal pléyade de genialidades de contemporáneos, un fenómeno absolutamente extraordinario de confluencia de destacados intelectuales y artistas en el corto espacio de unas décadas.
En la consideración de este fenómeno de profusión de lo genial, encontramos, no obstante, elementos psicosociales compensatorios realmente singulares desde la propia consideración de sus protagonistas. Podemos afirmar que, ni tan siquiera aquellos judíos altamente asimilados, numéricamente reducidos, que no eran conscientes del auténtico fracaso de la asimilación o, simplemente, que creían que la convivencia pacífica y bienintencionada era aun posible –pensemos en Mi vida como alemán y como judío de Jakob Wassermann–, ignorando los peligros que se cernían sobre los judíos europeos, escapaban a esos “mecanismos compensatorios” o estrategias que certificasen la autenticidad de su asimilación. Mientras que en la burda caracterización antisemita, se presenta el enriquecimiento como la verdadera y auténtica finalidad de la vida de un judío, la realidad es que lo que definía en gran medida a gran parte de esa burguesía judía de la época es el deseo de crear una casta de hombres ilustres, una sociedad de celebridades, el deseo de convertir la fama en un ambiente social36, de subvertir la desigualdad de la que se era no consciente por una dicotómica y desigual escisión entre la excelencia cultural y el “no contar en ese ámbito”. Zweig lo reconoce abiertamente, al tiempo que nos sitúa ante el trasfondo conocido de prejuicios, desconocimiento y autonegación:

“En opinión generalmente aceptada, la verdadera y típica finalidad de la vida de un judío consiste en hacerse rico. Nada más falso. Para él, llegar a ser rico significa sólo un escalón, un medio para lograr un auténtico objetivo, pero nunca es un fin en sí mismo. El deseo propiamente dicho del judío, su ideal inmanente, es ascender al mundo del espíritu, a un estrato cultural superior. Ya en el judaísmo ortodoxo oriental, donde tanto las debilidades de toda la raza como sus méritos se dibujan nítidos y extensos, encuentra esa aspiración de la voluntad a lo espiritual por encima de lo meramente material su expresión plástica: el hombre piadoso, el erudito de la Biblia, está mil veces mejor visto por la comunidad que el rico;  incluso el más acaudalado preferirá entregar a su hija en matrimonio a un intelectual pobre de solemnidad que a un comerciante”37.

Stefan Zweig fue uno de los escasísimos judíos a los que la sociedad de la época –para quien, no lo olvidemos, nunca dejaron de ser parias o medio-parias ilustres–, le concedió la gracia de olvidar “sus leyes no escritas”. Merced a su enorme fama y celebridad, a ese “poder irradiado por la fama”, personajes notoriamente antisemitas como Richard Strauss o Haushofer fueron sus amigos, las autoridades nazis tuvieron serios problemas para poder justificar la retirada de su obra y se vieron en más de un aprieto para impedir el concurso de su obra en la vida cultural de la Alemania de los primeros años del nacionalsocialismo. Zweig rememora en su autobiografía diversas anécdotas al respecto, como el alboroto suscitado por la proyección en Alemania de una película basada en su narración Secreto ardiente, o las dificultades que supuso para Strauss su colaboración con él mismo ejerciendo de libretista para sus óperas. El autor destaca al respecto: “Y por extraño que parezca, me correspondió precisamente a mí el poner en una situación especialmente penosa al nacionalsocialismo e incluso a Adolf Hitler en persona. De entre todos los proscritos, no fue sino mi figura literaria la que se convirtió en objeto, repetidas veces, de la irritación más furibunda y de unos debates interminables en la villa de Berchtesgaden, de modo que puedo añadir a las cosas agradables de mi vida la modesta satisfacción de haber disgustado al hombre –de momento– más poderoso de la época moderna, Adolf Hitler”38. La fama de la que gozó Zweig hasta la ascensión del nazismo fue un aval ilimitado de excelencia e integración social, una situación de excepcionalidad, en las antípodas de la exclusión sociopolítica de miles de judíos en la época y, sin embargo, la perversa máscara de una ilusión y de un fracaso. El “éxito como patria” ofrece unos “derechos de ciudadanía” tan débiles y volubles como intensos podían parecer, para el que los poseía, los valores de esa supuesta internacionalidad humanista, justa y culta, compartida con tantos otros alrededor del “alma de Europa”. A este respecto, el balance final de Arendt no puede ser más contundente:

“Como, cuando es grande, el éxito traspasa las fronteras nacionales, las celebridades adquirían con facilidad el estatus de representantes de una confusa sociedad internacional en la que los prejuicios carecían de validez. En cualquier caso, era más fácil que un judío austriaco fuese aceptado como austriaco por la sociedad de Francia que por la de su propio país. El cosmopolitismo de esta generación, esta curiosa nacionalidad que sus miembros aducían cuando se les recordaba su origen judío, mostraba la fatal similitud con esos pasaportes que permiten a sus titulares permanecer en todos los países excepto en el país que los ha expedido”39.

El derrumbe del mundo de ayer, atisbado por algunos espíritus precoces, por esos “precursores” que como Kafka, Benjamin o Roth presintieron la catástrofe que el mundo occidental albergaba y estaba a punto de consumar y, también, quiénes iban a engrosar la nómina de los caídos en esa historia de la ignominia, se llevó por delante toda supuesta “sociedad internacional de celebridades”, como se llevó millones de vidas y los esfuerzos históricos de todos aquellos judíos que lucharon por la emancipación de su pueblo o, simplemente por preservar su “diferencia” exigiendo igualdad. El paria consciente y el inconsciente se enfrentaron a un destino común. En el caso de Zweig, el fin de su vida, trastornado por el exilio y angustiado ante lo que intuía un futuro sin salida, fue la huida de un mundo transformado por la barbarie. En su último artículo, El gran silencio, el intelectual pacifista, humanista, que excepto en sus alegatos anti-belicistas de carácter etéreamente universal nunca se ha implicado en las convulsiones políticas del momento, intenta posicionarse ante lo que está ocurriendo en Europa. Sin embargo, como bien destaca Arendt, no menciona ni una sola vez la palabra “judío”, no relaciona en modo alguno su propia suerte personal como judío con la situación de los millones de judíos que, en aquel momento, morían o estaban amenazados de muerte. Siguió hablando hasta el final, “al servicio del humanismo”, como europeo, no como judío. Con motivo de su muerte, el escritor praguense Franz Werfel, pronunció un discurso de despedida que refleja claramente la distancia tan absoluta de muchos de estos judíos con respecto a su condición y al mundo real, la acosmia y el vacío identitario:

 “Grandiosa y sagrada es la lucha del hombre contra el mal. Por eso también, esta lucha sagrada sólo debe acompañar al hombre hasta el umbral de su habitación mortuoria, pero no más allá. El sentido más profundo de la palabra libertad quiere que los asuntos del mundo –y si dependiera de ellos la salvación de todo un siglo–, no deben inmiscuirse en la última soledad del individuo con su Dios”40.          

Notas

 1 J. ROTH, Auto de fe del espíritu, en La filial del infierno en la tierra, Barcelona 2004, p. 28.
 2 S. L. GILMAN-J. ZIPES, Jewish Writing and Thought in German Culture, New Haven, p. XXI.
 3 Cfr. S. MORGENSTERN, Huida y fin de Joseph Roth, Valencia 1999. Sobre la vida y obra de Joseph Roth, junto a la obra citada, cfr. G. VON CZIFFRA, El santo bebedor, Gijón 2002.
 4 H. ARENDT, Los orígenes del totalitarismo. 1. Antisemitismo, Madrid 2000, p. 93.
 5 Ibidem.
 6 S. ZWEIG, La Viena de ayer, Buenos Aires 1951, pp. 11-12.
 7 J. ROTH, Auto de fe del espíritu ,op cit, p. 26.
 8 J. ROTH, Europa sólo es posible sin el Tercer Reich, en La filial del infierno…, op cit, p. 60.
 9 J. ROTH, Ebrei erranti, Milano 1993, p. 11.
 10 S. ZWEIG, El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Barcelona 2001, pp. 436-437.
 11 op cit, p. 438.
 12 H. ARENDT, Los judíos en el mundo de ayer, en La tradición oculta, Barcelona 2004, p. 80.
 13 S. ZWEIG, El mundo de ayer, op cit, p. 451.
 14 Sobre la vida y obra de Stefan Zweig, cfr: F. M. WINTERNITZ-ZWEIG, Stefan Zweig, Barcelona 1947; R. J. KLAWITER, Stefan Zweig. An Intelectual Bibliography, Riverside 1991; K. ZELEWITZ, S. Zweig Publishes his First Volume of Poetry, en S. L. GILMAN-J. ZIPES, op cit, pp. 249-254, un artículo en el que se abordan la vida como escritura y el peculiar judaísmo del autor.
 15 S. ZWEIG, El mundo de ayer, op cit, p. 22.
 16 op cit, p. 27.
 17 S. ZWEIG, Mendel, el de los libros, en Sueños olvidados y otros relatos, Barcelona 2000, p. 301.
 18 S. ZWEIG, Jeremías, Barcelona 1948, p. 72.
 19 L. FEUTCHWANGER, La guerra de los judíos, Barcelona 1993, p. 308.
 20 S. ZWEIG, El candelabro enterrado, Barcelona 1956, pp. 152-153.
 21 C. MAGRIS, Lejos de dónde. Joseph Roth y la tradición hebraico-oriental, Pamplona 2002, p. 61.
 22 op cit, p. 62.
 23 Las páginas dedicadas a la “ciudadanía hebraica” analizan, entre otras cuestiones, el enorme valor espiritual y cultural de las manifestaciones cotidianas de la vida judía oriental y su vinculación como lo humanístico occidental. Cfr. J. ROTH, Ebrei erranti, op cit, pp. 31-58.
 24 C. MAGRIS, op cit, p. 62.
 25 En concreto, su producción teatral de finales de los veinte, con obras como El ejército negro o Revuelta en la cota 3.018, donde se gestan personajes que plasmaría, en los años posteriores, ya exiliado por “degenerado y pacifista”, en sus dos novelas magistralesJuventud sin Dios, Madrid 2000 y Un hijo de nuestro tiempo, Madrid 2001.
 26 C. MAGRIS, op cit, p. 67.
 27 Protagonistas, respectivamente, de El peso falso, Madrid 1994; Zipper y su padre, Barcelona 1996; A diestra y siniestra, Madrid 1982.
 28 J. ROTH, El peso falso, op cit, p. 60.
 29 H. ARENDT, La tradición oculta, op cit, p. 72.
 30 J. ROTH, Ebrei erranti, op cit, pp. 21-22.
 31 En este sentido, Hanna Arendt ha destacado cómo existe una constante, una imagen permanentemente asociada a la identidad judía europea desde el inicio de la asimilación, la figura del judío paria. No es este el rasgo distintivo de unos pocos judíos o de un grupo determinado, que pueda ser confrontado con el resto. Al contrario, todos los judíos europeos, asimilados o no, compartieron, hasta la llegada de las leyes raciales y la implantación del dominio alemán en prácticamente toda Europa, esta condición deparia. Cfr. H. ARENDT, La tradición oculta, op cit.
 32 S. ZWEIG, El mundo de ayer, op cit, p. 17.
 33 H. ARENDT, Los judíos en el mundo de ayer, op cit, p. 79.
 34 S. ZWEIG, El mundo de ayer, op cit, p. 19.
 35 J. ROTH, Auto de fe del espíritu, op cit, p. 32.
 36 H. ARENDT, op cit, p. 84.
 37 S. ZWEIG, El mundo de ayer, op cit, p. 29.
 38 S. ZWEIG, op cit, p. 462.
 39 H. ARENDT, Los judíos en el mundo de ayer, op cit, p. 85.
 40 E. F. WINTERNITZ-ZWEIG, op cit, p. 400.

Publicado en Raíces número 64, otoño de 2005

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