SELECCIÓN DE ARTÍCULOS
Tejer calceta
Por Juan Forn
Anna Ajmátova, poeta |
Natalya Gorbanevskaya, militante |
Ludmila Ulitskaya, escritora |
Durante la última ola de
terror de Stalin, cuando Anna Ajmátova no sólo tenía prohibido publicar sino
que además sometían su departamento a razzias periódicas y hasta le habían
puesto micrófonos ocultos, su táctica para evitar el cepo literario era dar a
memorizar a siete personas de su máxima confianza cada poema que escribía.
Nadiezhda Mandelstam no pudo ser de la partida porque ya conservaba en su
cabeza todos los poemas de su marido, el gran Ossip (muerto en los gulags de
Siberia por aquel epigrama que le dedicó a Stalin). Pero la joven Natalya
Gorbanevskaya no tenía marido y vivía en el mismo edificio que Ajmátova, la
admiraba sin límite y además tenía una memoria especialmente fértil para la
poesía: así ingresó al círculo de Las Calceteras. Ajmátova las llamaba así
porque cada una de las visitantes llegaba al departamento munida de agujas y
lana, y hacía ruido de tejer para los micrófonos de la KGB mientras memorizaba
línea por línea el poema garabateado en un papel que Ajmátova le mostraba y que
procedía a quemar en el cenicero en cuanto la visitante le daba un silencioso
gesto de asentimiento. Así se hacía realidad en la URSS de Stalin la famosa
profecía de Bulgakov: “Los manuscritos no se extinguen en el fuego”.
Eran los tiempos en que
casi no se veían hombres por las calles rusas: o habían muerto en la guerra o
Stalin los había hecho desaparecer en las purgas, o el miedo los había
convertido en soplones. Mentira: quedaban los jovencitos, y Ajmátova tenía una
pandilla de revoltosos admiradores (el pelirrojo Joseph Brodsky y sus amigos),
pero los eximía de riesgos porque no quería que terminaran en el gulag por su
culpa. Ya había visto caer a dos maridos y a un hijo; prefería valerse de
mujeres. Hay una hermosa anécdota de esa época: Nadiezhda Mandelstam iba en un
colectivo lleno que se bamboleó al pasar por un pozo; se agarró del brazo de la
persona que tenía al lado y, al darse cuenta de que era una viejita tan
esmirriada e inmaterial como ella, le pidió perdón con vergüenza pero la
viejita contestó: “No es nada. Las mujeres como usted y como yo somos de
hierro”.
Natalya también era de
hierro. Además de memorizar los poemas de su vecina (gracias a Gorbanevskaya
llegaría a Occidente Réquiem, el libro más impresionante de Ajmátova), traducía
a polacos y checos prohibidos, escribía sus propios poemas y se encargaba de
tipear y repartir un panfleto disidente titulado “Crónica de Acontecimientos
Actuales”, hasta que la internaron en una clínica psiquiátrica: junto a otras
ocho personas fue a enarbolar una bandera checoslovaca en la Plaza Roja de
Moscú el día en que entraron los tanques rusos a Praga. Gorbanevskaya había ido
a la plaza con su bebé en brazos y los de las KGB, para que no se dijera que no
respetaban la maternidad, esperaron a que dejara de amamantar a su hijo y
recién ahí se la llevaron. A los dos años la soltaron: los químicos que le
habían inyectado no habían hecho mella en su carácter (siguió redactando y
repartiendo aquel panfleto disidente hasta que la expulsaron de la URSS) pero
sí melló su memoria prodigiosa: cuando le pedían que recitara sus poemas, en
las reuniones clandestinas, las otras mujeres la ayudaban a terminarlos cuando
se trabucaba por la mitad.
En lo que nunca claudicó
fue en recibir y cobijar a todas las esposas o hijas de disidentes que quedaban
desamparadas, primero en su país, después en su exilio en un monoblock en
París. Antes de morir, retornó a Rusia: se cumplían cuarenta años de la entrada
de los tanques rusos a Praga y volvió a ir a manifestar a la Plaza Roja y
volvió a caer presa, esta vez por la policía de Putin. La liberaron porque la
sabían casi póstuma, pero la expulsaron de nuevo, y habría muerto apátrida si los
polacos y los checos no le hubieran dado ciudadanía honorífica por su
contribución “a la poesía y a la verdad”. La ciudadanía honorífica no incluía
sostén monetario y Gorbanevskaya murió pobre en París. Su hijo se estaba
preguntando cómo pagar el entierro cuando se presentó un viudo a ofrecer sus
condolencias y también una tumba vecina a la de su esposa muerta, en el
cementerio de Passy. Gorbanevskaya había ayudado a esa mujer en la URSS, el
viudo se había vuelto a casar y se iba a vivir a Australia, así que cedió su
parcela y es por eso que los restos de Gorbanevskaya yacen junto a los de
aquella compatriota, que representa a todas las mujeres a las que ayudó en vida
sin pedir nada a cambio.
En su cocina de Moscú
siempre había mujeres que criaban solas a sus hijos y que continuaban con la
práctica de tejer calceta contra el régimen. Entre ellas había una muchacha que
ocuparía años después su lugar. “Yo no era una disidente. Era la chica que
lavaba los platos mientras ellas hablaban. Yo recuerdo cada cosa que decían,
incluso cada cosa que pensaban, pero ninguna de ellas se fijaba en mí”, dice
hoy Ludmila Ulitskaya, que por entonces sólo era conocida por su diminutivo,
Liuska. Cuando le preguntaban a Gorbanevskaya quién era esa muchacha tan
callada, de pelo corto y pecho chato, ella contestaba: “¿Liuska? Liuska es
escritora. Ya van a ver”.
Ulitskaya era hija de
judíos, motivo por el cual se le negó ingreso a la universidad y terminó
trabajando en un laboratorio, inoculando ratas. “El Día del Juicio enfrentaré
mi sentencia hundida hasta las rodillas en ratas muertas”, ha escrito. En aquel
laboratorio se volvió ávida consumidora de samizdats hasta que la pescaron
leyendo uno (la novela Exodo de Leon Uris). “Ahora que puede comprarse en
cualquier librería, nadie la lee porque es de una mediocridad pavorosa, pero
por ese libro quedé en la calle.” Así llegó a lo de Gorbanevskaya y gracias a
ella consiguió su siguiente trabajo, en el Teatro de Cámara Judío en la región
de Birobidzhan, en la frontera con China, un intento fallido de desterrar en
masa a la población judía de Rusia en los años ’70: el teatro debía hacer
repertorio idish pero ninguno de sus integrantes hablaba bien el idioma, así
que sólo hacían obras infantiles con marionetas. Ulitskaya sintió que podía
mejorar casi sin esfuerzo esas obras, pero enseguida comprendió que era más
lógico escribir cosas propias que emparchar obras ajenas.
Sólo que el formato
teatral no era lo suyo y las marionetas tampoco: prefería las personas de carne
y hueso. Todos sus libros parecen salir de aquellas veladas en lo de
Gorbanevskaya y las historias que se contaban unas a otras aquellas calceteras:
la vida sin hombres, el desarrollo de la inteligencia y la templanza y la
picardía para resistir, los infinitos pliegues de esa vida, en los tiempos de
Brezhnev, y en los de Gorbachov y de Putin. En su libro Mentiras de mujeres,
rinde un homenaje hermoso a Gorbanevskaya: una jovencita inculta ayuda a una
maestra jubilada que padece Alzheimer. La vieja a veces entorna los ojos y recita
poemas formidables. La jovencita los copia en un cuaderno. Cuando muere la
vieja asisten al velorio todos sus ex alumnos. La jovencita siente que ninguno
aprecia en su real medida a la difunta así que abre el cuaderno y comienza a
recitar aquellos poemas copiados en su letra infantil. “¿No entienden todavía
qué clase de persona era?”, les dice. Y descubre para su consternación que
todos esos poemas que creía que eran obra de la viejita son en realidad de la
legendaria Anna Ajmátova.
Fuente: Página 12, edición
en papel del 14 de agosto de 2015
Fotos: Anna Ajmátova,
poeta - Natalya Gorbanevskaya, militante - Ludmila Ulitskaya, escritora
Una tumba para Bruno Schulz
Por Juan Forn
En el fondo de Polonia (“es decir en ninguna parte”, como
escribió Alfred Jarry en el comienzo de Ubú Rey), más precisamente en la
perdida localidad de Drohobycz, había un anónimo maestro de dibujo de una
escuela del pueblo que, a principios de 1930, entabló correspondencia con una
dama de las letras de Varsovia, interesada en sus extraordinarios dibujos. Cada
carta incluía una posdata donde el maestro le contaba a la dama historias de
aquel pueblo, especialmente de los miembros de su familia. Las cartas eran cada
vez más cortas y las posdatas cada vez más largas, porque la dama reclamaba más
y más detalles de esos delirantes relatos familiares, hasta que en cierto
momento le anunció a su corresponsal: “Ha escrito usted un libro de cuentos en
estas cartas; ahora hay que publicarlo”. Cosa que efectivamente hizo, con un
éxito insospechado. El inefable Ignacy Witkiewicz lo leyó y anunció a los
cuatro vientos que el futuro de la literatura polaca dependía exclusivamente de
tres escritores, y que esos “tres mosqueteros contra la solemnidad” eran Witold
Gombrowicz, él y ese maestro de dibujo de Drohobycz que se llamaba Bruno
Schulz.
Varsovia clamaba por él, sus relatos se leían por la radio,
pero Schulz no quería salir de Drohobycz, prefería mantener por correspondencia
su relación con el mundo. En el pueblo sabían de su éxito en la capital pero,
como él no cambiaba, ellos no cambiaban su trato hacia él. Sabían que vivía con
sus hermanos y unas tías, que los mantenía malamente con su sueldo de maestro,
que andaba siempre de sobretodo y bufanda, que tenía pavor a las corrientes de
aire, que padecía un indisimulable fetichismo por los pies femeninos y los
maniquíes en general. Nadie leía sus cuentos, les parecían muy extraños, pero
sus alumnas decían que era capaz de ponerlas en trance a veces con historias
tan hipnóticas que les era imposible reconstruirlas después.
El éxito de aquel primer libro fue tal que le pidieron desde
Varsovia un segundo, y el propio Witkiewicz se trasladó hasta Drohobycz para
convencerlo porque Schulz decía desde allá, en su prolífica correspondencia,
que no tenía otra cosa escrita y que ya no escribía más. Toda Varsovia se
pasaba de mano en mano las cartas donde Bruno Schulz decía que ya no escribía,
eran de una expresividad y un vuelo extraordinarios, pero él creía que no eran
literatura, que lo suyo era el dibujo y el yugo de la docencia. Más por
insistencia del irrefrenable Witkiewicz que por propia convicción, reunió en un
segundo libro las historias que no habían entrado en el primero. El creía que
no agregaban nada nuevo, que eran vacilantes donde no eran repetitivas, que
eran demasiado judías para los polacos y demasiado polacas para los judíos, pero
Varsovia amó aquel segundo libro de Bruno Schulz tanto como el primero. La
Academia polaca le dio el Laurel de Oro, en los salones y cafés de la capital
se discutía si era un visionario o un pervertido disfrazado de palurdo, y en su
pueblo comenzaron a desconfiar de él porque, pese a la supuesta fama, su exigua
paga en la escuela seguía siendo la misma y su rutina también.
Llegó entonces 1939, Witkiewicz se suicidó en un bosque el
día en que se firmó el pacto nazi-soviético, Gombrowicz se subió famosamente al
barco que lo trajo a la Argentina, Hitler invadió Polonia y Drohobycz tembló
cuando comenzaron las ejecuciones y deportaciones, pero hasta fines de 1942
Schulz logró zafar de lo peor gracias a sus dotes para el dibujo. Adoptado como
“judío necesario” por un oficial de la Gestapo con pretensiones llamado Landau,
Schulz le decoró la casa con murales a cambio de comida, y mientras tanto fue
sacando del ghetto y depositando en manos confiables un paquete con sus
manuscritos (concretamente, un libro llamado El Mesías, que incluía los
testimonios que fue obteniendo de personas de su pueblo sobre la operatoria de
exterminio nazi). El 19 de noviembre de 1942, Landau se despertó con una muela
inflamada. Otro oficial de la Gestapo tenía un “judío necesario” que era
dentista. Landau lo mandó llamar. El dentista le hizo doler y Landau lo
despachó de un tiro. Enterado el oficial de la Gestapo, salió a la calle en
busca de Schulz, lo cosió a balazos en la esquina misma de la casa de Landau y
gritó desde ahí: “Tú matas a mi judío, yo mato al tuyo”.
El cadáver fue a parar a una fosa colectiva en el cementerio
judío. Durante el período soviético (después de la guerra, Drohobycz pasó a ser
territorio de Ucrania, es decir de la URSS), se construyó un lote de barracas y
luego de monoblocks sobre aquel cementerio, de manera que Bruno Schulz no tiene
tumba. Tampoco se ha logrado rastrear hasta hoy el manuscrito de El Mesías: se
hizo humo en los hornos, se suele decir. Pero su muerte alcanzó tal status de
leyenda a escala planetaria, que es lo primero que conocemos de Bruno Schulz
antes de leerlo. En esa escena está contenida toda la locura, la barbarie, la
gratuidad y el estupor enfermo que no pudimos leer en aquellos manuscritos
inconclusos y perdidos.
Schulz ya venía anunciando por carta al mundo, desde la
aparición de su primer libro, que sentía que no iba a escribir más, y mientras
tanto siguió dibujando, para salvar su vida, antes de la guerra y cuando los
nazis llegaron a Drohobycz. Sesenta años después, un documentalista judeoalemán
fanático de su obra logró identificar la casa donde vivió el oficial Landau
durante la guerra. Asombrosamente, los murales pintados por Schulz seguían ahí:
les bastó rascar un poco la pintura descascarada de las paredes de aquella casa
que durante el período soviético fue subdividida para que entraran doce
familias y en el período post-soviético languidecía como inquilinato. Israel se
puso en movimiento al instante: entre gallos y medianoche cerró un trato con
los ocupantes de la casa y el gobierno ucraniano, fletó a Drohobycz un equipo
de restauradores del Museo del Holocausto Yad Vashem para retirar los frescos
de Schulz en una operación comando. Cuando los polacos atinaron a reclamar como
suya la obra de Schulz, desde Varsovia, los frescos ya estaban exhibidos al
mundo en Jerusalén.
Subestimado y sospechado durante años por los ucranianos por
escribir en polaco, y por los polacos por ser judío, y por los judíos por no
escribir en idish, ahora todos querían una parte de Bruno Schulz, tal como se
decía de Drohobycz en los viejos tiempos que era 50 por ciento polaca, 50 por
ciento ucraniana y 50 por ciento judía. En esos frescos que pintó para el
oficial de la Gestapo, Schulz hace escenas de cuentos de hadas a su manera
habitual: todas las caras de los personajes son habitantes de Drohobycz. Hasta
los nazis y sus mujeres aparecen retratados y debidamente camuflados como
faunos, brujas, doncellas, cocheros, conejos barbados o maniquíes, en esas
escenas que oscilan entre lo visionario, lo pervertido y lo palurdo de
provincia, igualitas en espíritu a esos cuentos que Bruno Schulz escribió
adentro de cartas, en forma de largas posdatas, a una dama de letras de
Varsovia, en los ratos libres que le dejaban sus clases de dibujo (y su pavor a
las corrientes de aire y su fetichismo por los pies femeninos) en una escuela
de señoritas en Drohobycz, es decir en ninguna parte.
Viernes, 3 de julio de 2015
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La extraordinaria
historia de los peruanos que eligieron ser judíos
Por Alejandro Di Lázzaro
© La Nación (Buenos Aires) Publicado en Raices nº 76 del año
2008.Páginas 68 y 69.
El labriego peruano Segundo Villanueva descubre en la
lectura de la Biblia un camino de fe, germen de una creencia más pura. Ve en
esa nueva y utópica aventura cómo se tuerce un destino ancestral y se forja uno
nuevo. Es el líder de una comunidad que en pleno siglo XX y a miles de
kilómetros de Israel decidió convertirse al judaísmo. Adopta todos sus mandatos
entre la aridez de las montañas andinas y la jungla del Amazonas. Esa comunidad
lo logra. Y llega, tras una “caminata” épica, a los Territorios Ocupados, en el
corazón del convulsionado Medio Oriente de nuestros días, donde vive en la
actualidad.
¿Suena inverosímil? Casi, casi novelesca. Graciela
Mochkofsky eligió, sin embargo, las armas del periodismo para su relato de no
ficción La Revelación. Una historia real
(Planeta/Seix Barral). Y con el rigor y la fuerza de la investigación acerca a
esos personajes contemporáneos –a quienes conoció y entrevistó– en la búsqueda
de una historia conmovedora, que hace revivir relatos épicos de tiempos idos.
El peregrinaje religioso de la comunidad peruana de
Cajamarca comenzó cuando Villanueva se sumergió en la lectura literal de la
Biblia, libro que heredó de su padre asesinado. De a poco comenzó a poner en
tela de juicio el catolicismo que profesaba su pueblo desde la llegada de
Pizarro a la tierra del Inca.
En el largo proceso de conversión religiosa pasaron del
catolicismo por otras religiones hasta llegar a adoptar la fe judía
ultraortodoxa. Se convirtieron y emigraron a Israel, donde fueron llevados a
Cisjordania, los territorios ocupados. Y allí están todavía.
Mochkofsky cuenta cómo descubrió la historia. “En septiembre
de 2003 vi en Internet una vieja carta de un rabino que, en inglés, contaba la
historia de esta comunidad. Tenía un teléfono para quienes quisieran hacer
donaciones. Me pareció tan extraña y extraordinaria que llamé. La mujer que me
atendió descubrió que yo hablaba español. Ella era peruana. Me contó que
formaba parte de esa comunidad, que se había convertido, y que era la esposa
del rabino; y que el rabino había muerto. Me confirmó lo central y al mes me
fui a pasar un tiempo con ellos a Israel. La investigación me llevó tres años y
medio.”
No es la primera vez que Mochkofsky se toma tiempo para
escribir un libro. Es el tercero de una producción que abrió el fuego hace
cuatro años con Timerman, la biografía del fundador del diario bonaerense La
Opinión, y Tío Boris, la historia del propio tío abuelo de la autora que
participó de la Guerra Civil Española.
La influencia del periodismo –la autora trabajó en La Nación
y en Página 12 de Buenos Aires, entre otros medios– es un punto que considera
favorable a la hora de abordar las historias que escribe: “La narrativa de no
ficción permite ser más profundo y planificar más a largo plazo: es una razón por
la que hago los libros y dejé el periodismo diario.”
Y reconoce que este, su tercer libro, es el “más literario”,
pero insiste en que también está basado en el relato de las fuentes. “Nunca, en
mi caso, está la tentación de inventar hechos porque la historia lo requiere.
Todo lo contrario. La forma está al servicio de la información”, argumenta.
Extrema originalidad
Sumergirse primero en el Perú y luego en Kfar Tapuaj,
Cisjordania, donde vive la comunidad convertida, ayudó a componer esta historia
real, actual y contemporánea.
“El líder de esta comunidad descubrió la Biblia en los años
’40, cuando era un adolescente. Y logró que el primer grupo se convirtiera al
judaísmo en 1991. Villanueva vive ahora en Tapuaj”, relata Mochkofsky, que
durante la entrevista dijo que ya le confirmaron que su nuevo libro será
traducido al portugués.
–¿Hay también una historia dentro de la historia?
–Se puede leer como una historia sobre la fe. Se plantea una
pregunta: ¿qué pasa cuando se quiere alcanzar la verdad mediante la fe? Lo que
le ocurre a Segundo Villanueva es que entiende que en la Biblia está la verdad
e intenta durante décadas y décadas llegar a la verdad absoluta y eso le lleva
toda su vida.
–¿Hay otras historias como esta con otras comunidades en
algún lugar del mundo?
–No. Es una historia casi única. Es la primera comunidad que
se convierte entera viniendo del catolicismo. Por la sola fuerza de la fe... La
única historia parecida es la de un pueblo italiano llamado San Nicandro cuyos
habitantes, durante la Segunda Guerra Mundial, iniciaron un proceso parecido de
reconversión colectiva, pero llegaron a Israel a comienzos de los ’50, en los
albores del Estado de Israel. Hasta donde sé, la experiencia fracasó y la
comunidad o gran parte de ella se volvió a Italia. Lo que termina de convertir
la historia de los peruanos en única es su éxito, que los nietos de Segundo
Villanueva sólo hablan hebreo y son israelíes como cualquier israelí.
El personaje que empuja la historia, Segundo Villanueva, se
alcanza a componer como un Moisés de los tiempos modernos.
–¿Hay una analogía entre Villanueva y Moisés?
–El Antiguo Testamento moldeó en buena medida la imaginación
y la vida de Segundo Villanueva. De hecho, el primer nombre que eligió para su
Iglesia fue Israel, pero más tarde comprendió que no podía reclamar ese nombre
y decidió llamar a su comunidad “Hijos de Moisés”.
En el folleto de promoción de la editorial, una original
miniatura del libro en el que se adelanta el primer capítulo, también hay una
entrevista a Mochkofsky. Una de las preguntas es si La Revelación es el relato
de un éxito o de un fracaso.
La autora contesta: “Desde el punto de vista de la comunidad
es, sin dudas, el relato de un éxito: partieron de la pobreza urbana del Perú,
de un catolicismo impuesto, y eligieron por sí mismos una nueva identidad a
partir de su fe, y lograron partir hacia otro mundo y otra vida, la vida en
Israel, en mejores condiciones y según el estilo de vida que deseaban. Pero hay
otros niveles, más personales algunos (como el propio Villanueva) y más
generales otros (el marco político actual, por ejemplo), y allí cada cual
juzgará si se trata de éxito o fracaso, y para quién. Estoy segura de que no
todos lo evaluarán del mismo modo y eso me parece bien. Cualquiera sea la opinión,
la historia humana que relata es tan extraordinaria que espero que será
apreciada por todos”. Por ahí anda la cosa.
Mochkofsky se decidió a escribir esta historia como una
fábula. “Sencilla y, espero, universal”, dice.
La extraordinaria historia de los peruanos que eligieron ser judíos
Los cabalistas castellanos
Por Amparo Alba Cecilia
Primera parte
1. Introducción
Siempre es difícil hablar de Cábala. No sólo por la
dificultad que el tema en sí entraña, tema que parece inabarcable, caótico,
misterioso, secreto… sino también, por el riesgo que se corre de defraudar las
expectativas de los lectores, de plantear más dudas que aclaraciones, de
trasmitir ideas erróneas, de no ser comprendido en absoluto o de ser mal
comprendido.
Desde hace algunos años, intento adentrarme en el
conocimiento de este profundo mar al que se parece la Cábala, y lejos de
obtener certezas, ocurre que, como en el mar, cuanto más se adentra uno, más
oscuridad encuentra: más preguntas sin respuestas, más interrogantes acerca de
lo esencial de la cuestión… Quizá tenga razón David Rosemberg al afirmar que
“lo más importante que hay que resaltar sobre la Cábala es que siempre es una
mala idea aclararla”, pues “la Cábala alcanza su transparencia mediante una
convergencia momentánea de una multiplicidad de lentes, cada una de ellas
espléndidamente opaca”.1
Sin embargo, consciente del interés que la simple mención
del vocablo “Cábala” despierta en amplios auditorios, no cejo en mi empeño de
poder encender aunque sea una simple lamparilla en medio de toda esta
oscuridad. La docencia de esta asignatura dentro del actual plan de estudios de
Filología hebrea en la Universidad Complutense de Madrid y el gran número de
alumnos que año tras año la escogen me sigue animando a hacerlo.
En los últimos años han visto la luz numerosos libros sobre
el tema. Las obras de Scholem y sus sucesores han sido traducidas y puestas al
alcance de un amplio público; junto al estudio científico se ha desarrollado
también en los últimos años un interés popular que ha dado lugar al surgimiento
de escuelas y obras no tan científicas, pero que evidencian que, por unas u
otras razones, la Cábala está de moda.
El estudio de la Cábala medieval que se desarrolló en
Castilla no ha sido tratado casi nunca a fondo y en conjunto. Quizás tenga esto
que ver con la fuerte personalidad de sus autores cuyo individualismo se escapa
de los límites de la escuela.
Consciente de la dificultad de los términos y conceptos que
trataremos, me ha parecido necesario hacer una breve introducción a lo que
entendemos por Cábala y a los conceptos y simbolismos cabalísticos.
Cuando tratamos de acotar el término ‘Cábala’ y escoger una
definición clarificadora, nos encontramos en las arenas movedizas de la
polisemia y la imprecisión; hay casi tantas definiciones como autores que se
acercan al tema. Entre todo ese maremagnum, del que forman parte no pocas
afirmaciones o expresiones peyorativas, he seleccionado las que, desde mi punto
de vista, pueden ayudar a comprender parte del significado de este término.
Gershom Scholem, el pionero de los estudios cabalísticos, la define como “el
término tradicional y el que más habitualmente se emplea para referirse a las
enseñanzas esotéricas del judaísmo y la mística judía, en especial para las
formas que adoptó en la Edad Media, desde el siglo XII en adelante”2;
Charles Mopsik, en su breve pero clara obrita titulada ¿Qué es la Cábala?3
habla de “meditación y profundización intuitivas en la naturaleza de lo
divino, basándose en una enseñanza tradicional, transmitida desde los tiempos
más remotos por sabios de la antigüedad”. Alexandre Safran, por su parte,
destaca que “la Cábala es una doctrina de la unidad. La realidad es un todo en
el que lo visible y lo invisible, lo material y lo espiritual, se penetran
mutuamente, se unen”4.
De todo lo dicho podemos deducir que la Cábala es una
doctrina mística, teosófica y esotérica que se da en el seno del judaísmo; como
mística que es, busca una forma de conocer a Dios no basada en el intelecto,
sino en la contemplación y la iluminación, para establecer un contacto íntimo e
inmediato con Él; también es una doctrina teosófica y como tal, se interesa en
la naturaleza de la Divinidad y en las relaciones que se establecen entre Dios
y el mundo, su creación; y es doblemente esotérica porque, además de ocuparse
de saberes ocultos, restringe su aprendizaje a unos pocos elegidos que cumplen
una serie de requisitos; por último, es una doctrina anclada en el judaísmo y
en sus valores religiosos; se concentra principalmente en la idea de un Dios
vivo que se manifiesta en los actos de la Creación, Revelación y Redención, y
en la Torá, o libro de la Ley de Moisés que, lejos de ser sólo el libro
revelado por antonomasia y el libro religioso-histórico del pueblo de Israel,
adquirió pronto unas connotaciones más profundas, sobre todo en los primeros
círculos místicos que se formaron en Palestina. También la lengua hebrea,
idioma sagrado de Dios, en el que está escrita la Torá, constituye uno de los
pilares del judaísmo y, por tanto, de la mística judía. Este idioma constituye
la llave para los secretos más profundos del Creador y de la creación.
En la descripción de la experiencia mística de los místicos
judíos, en todos sus movimientos místicos, estos elementos que acabo de
mencionar ocupan un importante lugar.
Por último, y a modo de resumen, se puede concluir que la
Cábala es un movimiento místico judío que se desarrolló en contacto con la
cultura occidental medieval, pero que entroncaba con tradiciones esotéricas
antiguas que formaban parte del legado cultural y religioso del judaísmo
rabínico. Así se explican, por una parte, todos los aspectos novedosos y
desconocidos hasta entonces que encontramos en la Cábala, y por otra, su éxito
entre las clases más populares del judaísmo medieval, que la reconoció como
algo genuinamente suyo, pues enlazaba a la perfección con su propio universo
religioso. La Cábala es una forma nueva de mirar las tradiciones antiguas: el
cabalista dota de nuevos valores y de nuevos símbolos a los mismos textos
bíblicos, relatos o leyes que el judío piadoso conoce desde siempre y asume
como propios; y aporta, de esta manera, a la larga cadena de transmisión de la
tradición oral judía, una nueva lectura que la enriquece y la actualiza.
2. Los comienzos de la Cábala
A finales del siglo XII y comienzos del XIII, al norte y al
sur de los Pirineos orientales, de un modo al parecer repentino, apareció el
movimiento místico judío que llegaría a ser conocido como Cábala. Poco después
de su aparición en Provenza, la Cábala se trasladó a Gerona, en el condado de
Cataluña, y desde allí se extendió por los reinos de la Península Ibérica,
donde alcanzó la cumbre de su desarrollo clásico al final del siglo XIII con la
aparición del Zóhar, el libro principal de la Cábala.
Uno podría concluir, de esta breve exposición, que la Cábala
se desarrolló a modo de línea continua, como si una corriente mística concreta
diera origen a otra, que asumía sus conceptos y doctrinas al tiempo que
evolucionaba aportando su propia originalidad. La investigación reciente ha
mostrado con claridad que esto no es así, sino que a finales del siglo XII y a
comienzos del XIII –después de un proceso de fermentación, cuyos detalles
resultan aún difíciles de precisar– surgieron diversos movimientos místicos
dentro del judaísmo que desarrollaron, de forma independiente, sistemas y
enseñanzas místicas alternativas; así, de entre los diversos sistemas místicos
con los que intentaban describir la divinidad, hubo uno que alcanzó
gradualmente la supremacía sobre los otros, el sistema de las Sefirot. Fue la
doctrina de las Sefirot la que en último término sentó las bases de lo que
nosotros conocemos ahora como Cábala propiamente dicha.
Pero hubo otras corrientes místicas que se desarrollaron al
mismo tiempo y que no estaban basadas en la doctrina de las Sefirot. Una de
esas corrientes es conocida por el nombre de “el círculo Iyyún”.
3. Los escritos del círculo Iyyún5
A partir de la obra de los cabalistas del reino de Castilla,
conocemos la existencia de un grupo específico de místicos que elaboraron
descripciones del mundo espiritual que no se basaban en la doctrina sefirótica;
probablemente el grupo estuvo activo en Toledo, entre 1230 y 1260, y muestra
claras influencias de Azriel de Gerona6.
Bajo el nombre ficticio de Rabí Hammay –“Hammay” es un
epíteto arameo que significa “visionario” o “vidente”– apareció el Sefer ha-Iyyún, Libro de la
Contemplación, un pequeño pero profundo tratado teosófico, que exponía la
recóndita naturaleza del reino divino. La obra fue muy conocida por los
círculos místicos de España y Provenza entre los que alcanzó una gran
influencia: en pocas décadas se compusieron docenas de textos que reflejaban la
idiosincrasia y terminología de las doctrinas del Libro de la Contemplación. A
todas estas obras se les engloba bajo la denominación de los escritos del
Círculo Iyyún.
Se habla de un colectivo, de un grupo místico, y no de
individuos, porque una de las características de todas estas obras es su
anonimato o, mejor dicho, su carácter pseudoepigráfico: la autoría se atribuye
a destacados personajes de la antigüedad, como Moisés, sumos sacerdotes o
rabinos famosos, detrás de los que se ocultan los autores reales.
Junto con el Libro de
la Contemplación hay que señalar otras dos obras significativas de este
grupo: el Maayán ha-Jojmá, La fuente de la sabiduría, cuyo anónimo
autor la presenta como la revelación de los secretos místicos transmitidos por
el ángel Peelí a Moisés, y el Libro de la
Unidad, también atribuido a Rabí Hammay. Estas tres obras son hasta cierto
punto complementarias, y nos permiten adquirir un conocimiento bastante general
de las principales ideas que desarrollaron sus autores. El Libro de la
Contemplación trata principalmente de aspectos teosóficos relacionados con el
conocimiento del mundo de la Divinidad, mientras que La fuente de la sabiduría
se interesa más en aspectos cosmológicos; los dos juntos ofrecen una importante
combinación de teología y ciencia especulativa que influyó de modo importante
en los místicos de la España del siglo XIII. Por su parte, el Libro de la
Unidad tiene la peculiaridad de formular unas ideas muy semejantes a las de la
Trinidad cristiana, al incidir en la existencia de tres luces preeminentes
dentro de la Divinidad, correspondientes a tres aspectos de ésta que, en
realidad, representan una sola esencia.
El resto de los libros que componen este grupo –unos treinta
ejemplares– muestran claras relaciones con los tres mencionados, así como
evidentes conexiones con textos de la primitiva mística judía de Mercabá7 y de Siúr Comá8.
Entre las ideas básicas que desarrollan los autores del
círculo Iyyún figuran las relacionadas con el simbolismo de la luz y el color y
con el éter primordial –lo que podríamos definir como “misticismo de la luz”–,
aunque también tienen una importante presencia la mística del lenguaje y los
números. A pesar de que los textos presentan una gran dificultad a la hora de
comprender lo que sus autores quieren decir con exactitud –pues parecen hechos
por y para iniciados que no necesitan explicación de las imágenes simbólicas ni
de los conceptos utilizados– se puede, no obstante, definir las principales
líneas teóricas de este círculo de cabalistas.
La principal idea que subyace en este misticismo de la luz
es que la esencia de la divinidad puede ser expresada por medio del simbolismo
de la luz: los distintos colores sirven para expresar las diversas manifestaciones
de la divinidad; y así como los colores están presentes en la luz todavía
indiferenciada, así también esas manifestaciones divinas están contenidas en la
unidad de la esencia divina. La imagen del prisma, que permite descomponer la
luz solar –que nuestros ojos no pueden percibir directamente– en los colores
del arco iris, contenidos en ella, puede ayudarnos a comprender más fácilmente
estas ideas.
En la doctrina de estos cabalistas el éter primordial (avir cadmón) ocupaba también un lugar importante.
Este éter primordial, la raíz original de todo lo que está destinado a ser
creado, produce una especie de explosión de luz que a continuación se separa en
trece pares de luces opuestas que se dividen, a su vez, en un infinito juego de
colores. Una vez que la luz indiferenciada se descompone en ese esplendor de
millares de colores, se produce un movimiento de retorno de todas las luces
reveladas a la fuente de la que surgieron. Según la Fuente de la sabiduría, el
éter primordial es el origen de un movimiento que crece en el seno de trece
pares de opuestos que son al mismo tiempo las trece middot9. El éter
primordial es el sustrato del mundo y es considerado como un fuego espiritual
del que todo proviene y al que todo vuelve.
En el comienzo del Séfer
ha-Iyyún (Libro de la contemplación)
encontramos estas ideas:
Alabado y exaltado es Dios,
glorioso en poder. Es uno, unido a todas sus potencias como la llama está unida
en sus colores. Las potencias que emanan de Su unicidad son como la luz del ojo
que brota de la pupila. [Estas potencias] han emanado una de otra como una
fragancia de otra fragancia o una vela de otra vela. La potencia de cada una
radica en lo que se emana de ella, sin que el emanador disminuya en absoluto.
Así pues, antes de crear ninguna cosa, el Santo, bendito sea, era uno y eterno,
inconcebible e ilimitado, sin composición ni distinción, sin cambio o
movimiento, oculto de la propia existencia.
Cuando le vino en mientes crear,
su Gloria se hizo visible. Entonces su Gloria y su Esplendor se revelaron a la
vez10.
El simbolismo de la luz y los colores se incorporó al
sistema sefirótico como un elemento más de expresión simbólica relacionado con
los estadios de revelación de la Divinidad.
Lo que más llamó la atención a los que estudiaron este
movimiento fue descubrir que frente a la doctrina de las 10 Sefirot se intenta
abrir paso otra alternativa, la de las 13 Middot que, de haber triunfado,
habría llevado a la Cábala por otros derroteros.
En cualquier caso, no hay duda de que todos estos escritos
son la expresión de auténticas experiencias místicas que sus autores intentan
traducir con mayor o menor éxito en conceptos filosóficos; como ejemplo de esto
un extracto de la Fuente de la Sabiduría que presenta la meditación sobre las
letras del tetragrama como la vía mística por excelencia:
“Encontrarás todo en este nombre.
Cuando quieras, lo alcanzarás y profundizarás en sus cuatro letras de las que
salen las 231 puertas. A partir de ellas te elevarás hasta la acción, desde la
acción a la experiencia, desde la experiencia a la visión, de la visión a la
investigación, de la investigación a la gnosis, de la gnosis a la altura y de
la altura al espíritu sereno yisub daat...
Y a partir de ahí profundizarás en los grados del nivel superior... hasta que
alcances la voluntad completa y tu espíritu esté sereno para habitar en el
pensamiento supremo que reside en el éter por encima del cual no hay grados más
elevados11.
4. Los cabalistas de Castilla
La corriente cabalística se fue extendiendo por Castilla, en
un contexto caracterizado por las luchas sociales presentes en las comunidades
judías entre las clases más humildes y los influyentes cortesanos
pro-racionalistas. Desde el punto de vista ideológico, podemos afirmar que la
Cábala surgió en un ambiente de aversión por el cristianismo opresor, de
creencia en milagros, profecías mesiánicas y esperanzas escatológicas. Pero
sería un error considerarla sólo como un movimiento reaccionario frente al
racionalismo instalado entre intelectuales y nobles judíos. El objetivo real de
esta corriente mística es, más bien, devolver al judaísmo tradicional sus
raíces, de las que se estaba apartando, separarlo del racionalismo helenístico
y reinstalarlo en el mundo de la Halajá
y la Aggadá.12
En cuanto al contenido de los escritos cabalísticos de esta
época, se puede decir que la combinación del elemento teosófico gnóstico
–presente en el Séfer ha-Bahir13–
con el filosófico neoplatónico –representado por la Cábala de Provenza y Gerona14–
llevó a un relativo dominio de un elemento sobre otro en las diversas
corrientes que se desarrollaron desde 1230 en adelante.
Por una parte, existió una tendencia extremadamente mística,
expresada en términos filosóficos, que creó un simbolismo propio, no centrado
en torno a la teoría o nomenclatura de las Sefirot tal y como había sido
formulada por los cabalistas de Gerona. Su principal representante fue Yisjac
ibn Latif15, cabalista y filósofo que vivió en Toledo hacia 1210
aproximadamente. Su obra principal Saar
ha-Samayim (La puerta del cielo)
muestra influencia, por una parte, de los cabalistas gerundenses y por otra de
los filósofos neoplatónicos musulmanes y judíos, especialmente de Selomó ibn
Gabirol y de Abraham ibn Ezra.
Junto al tipo de Cábala desarrollada por Ibn Latif existió
otra escuela de cabalistas, en la segunda mitad del s. XIII, influenciada más
por tradiciones gnósticas que por aspectos filosóficos. Esta escuela, que se
formó en torno a R. Jacob ha-Cohen de Soria y sus dos hijos, fue denominada por
Scholem “reacción gnóstica”16. De este grupo surgirán los
principales cabalistas castellanos, entre los que se encuentra el propio autor
del Zóhar.
El fundador del grupo, Jacob ha-Cohen de Soria, fue, según
Scholem17, un místico original, ya que desarrolló su sistema sin contactos
directos con otras tradiciones o escuelas de la Cábala. Su obra principal, el Séfer ha-Orá, Libro de la luz, se basa en sus propias visiones místicas, sus
propios descubrimientos de armonías numéricas en los textos antiguos y su
original interpretación de las tradiciones sobre los nombres sagrados secretos
y los poderes divinos descritos en la literatura de Hejalot18.
Sus hijos, Jacob e Isaac ha-Cohen, incorporaron a la Cábala
ideas de carácter gnóstico que influyeron decisivamente en Moisés de León, el
autor del Zóhar. Sus obras, en las que se aprecia una clara influencia del Libro Bahir19, son de una
gran originalidad; en ellas exponen sus visiones y revelaciones personales así
como sus propios descubrimientos en relación con la guematria y otras
relaciones numéricas. No obstante, también afirman estar en posesión de
tradiciones antiguas místicas.
Jacob ben Jacob ha-Cohen nació en Soria y murió en Béziers
hacia 127020; vivió durante muchos años en Segovia y pasó gran parte
de su vida viajando por las comunidades judías de la Península y de Provenza,
acompañado con frecuencia por su hermano menor Isaac, en busca de rastros de
escritos cabalísticos primitivos y de tradiciones preservadas por cabalistas
individuales. En él se dan múltiples y diversas influencias místicas: de los Hasidim de Askenaz21 aceptó
sus métodos de aplicación numerológica22; estuvo en contacto con
cabalistas del círculo Iyyún, y en sus obras se aprecian influencias de la
mística de Hejalot y de escuelas gnósticas. Además de esto, afirmaba haber
obtenido numerosas revelaciones en forma de visiones de Metatrón23,
que emerge en su obra como una potencia dominante en el mundo divino y le
descubre, mediante técnicas numerológicas, el sentido místico de la Torá y de
los preceptos.
Aunque la mayor parte de sus escritos permanecen inéditos,
se conocen bien algunas de sus obras; la principal es un Comentario a las Letras Hebreas (Perus ha-Otiyyot)24, en la que desvela los secretos de
las letras hebreas, no sólo de las consonantes, con su forma y sonido, sino
también de las vocales, su pronunciación y su forma, como, por ejemplo, la
explicación de la letra alef25:
Concéntrate en la imagen de la letra alef (‘)
con tus ojos y medítala en tu corazón. Verás que muchas verdades ocultas
relativas a otras letras están representadas e incluidas en la figura del alef
–algo que no ocurre con ninguna otra letra. Ahora buscaremos e investigaremos
por qué todas las formas de todas las letras del alfabeto están representadas
en el alef.
Como bien sabes, todas las letras
se pronuncian en un lugar específico de la boca. El alef es la primera letra
pronunciada en la boca con aire, sin ninguna tensión o esfuerzo, para enseñarte
que el Santo, bendito sea, es uno sin par, y que está oculto de todas las
criaturas. Igual que el alef se pronuncia en un lugar oculto y escondido en la
parte posterior de la lengua, así el Santo, bendito sea, se oculta de la vista.
De la misma manera, igual que el alef es etéreo e imperceptible, así el Santo,
bendito sea, niega a todas las criaturas la capacidad de comprenderlo, salvo
por medio del pensamiento, pues el pensamiento es puro y perfecto y sutil, como
el éter. Pero ni siquiera el pensamiento puede aprehender al Santo, bendito
sea, de tan oculto como está.
El que veas a todas las letras
representadas en el alef es porque los poderes de todas las cosas creadas están
ocultos en el poder y la inmensidad del Santo, bendito sea. Todo poder
individual emerge de la voluntad divina cuando Él lo desea. Así, aprendemos de
la imagen del alef, en el que las formas de todas las letras están ocultas, que
no hay criatura sin Creador, ni acción sin Hacedor, ni imagen sin
Ilustrador....
Más aún, la forma del alef es un
testigo del nombre de Dios. La punta del alef tiene forma de una yod, la línea
central tiene la forma de una waw, mientras que el vértice inferior es como
otra yod. Ahora suma yod, waw, yod (10+6+10) y obtendrás 26, igual al valor de
YHVH (10+5+6+5). La letra alef es la primera de la palabra “uno” (àçã) porque atestigua que Dios, nuestro
Señor, es Uno.
Abaham Abulafia26 le menciona como autor de uno
de los muchos comentarios al Séfer
Yetsirá que él estudió y le elogia como gran cabalista27; otra
obra atribuida a Jacob por su discípulo Moisés de Burgos es un Comentario a la
visión de Ezequiel28, en el que mezcla tradiciones hasídicas,
especialmente de Eleazar de Worms, con influencias de la Cábala española29.
En Tefillá noraá, “Oración terrible” trata de las emanaciones divinas. Las
exposiciones de sus visiones son muy oscuras, porque vela el significado de sus
palabras mediante el uso de los valores numéricos (guematria) y de otras
combinaciones de letras (tseruf).
La Cábala de Jacob es totalmente diferente de la de sus
contemporáneos, que seguía de forma generalizada la teoría de las Sefirot.
Jacob establece un puente entre la mística de los piadosos de Askenaz y lo que
sería algún tiempo después la “Cábala profética” de Abraham Abulafia. Su
originalidad e importancia fue reconocida por los cabalistas posteriores, que
le mencionan como uno de los cuatro cabalistas más importantes de España.
Su hermano Isaac desarrolló, en su Tratado de la Emanación
Izquierda30, una teoría dualista sobre el origen del mal, con
reminiscencias gnóstica, según la cual, en el “lado izquierdo” se produjo una
emanación sefirótica, cuyo resultado fueron diez Sefirot demoníacas, que se
oponen a las diez Sefirot santas31. De ese lado izquierdo brotaron,
pues, toda una serie de huestes demoníacas, dirigidas por Asmodeo, Satán y
Lilit, que tienen su contrapartida en una larga serie de ángeles, que surgieron
del lado derecho, y que son los encargados de llevar a cabo la lucha final que
dará el triunfo definitivo al Mesías. Por primera vez, encontramos, en este
tratado, incorporado a la Cábala el mito, apocalíptico y mesiánico, del final
de los tiempos; fue, por tanto, Isaac ha-Cohen el primer cabalista que diseñó
una mitología mística de tipo escatológico.
Los hermanos Jacob e Isaac ha-Cohen son los principales
representantes de la corriente gnóstica que se dio en la Cábala española;
corriente que fue, en parte, asumida e incorporada por la Cábala oficial
representada por el Zóhar. Tanto él como su hermano aportaron innovaciones a la
Cábala, a pesar de lo cual ninguno de ellos fue nombrado rabino.
Moisés ben Simeón (c.1230-1300), rabino de Burgos, donde
enseñó Cábala desde 1260, es el principal heredero de las enseñanzas
cabalísticas de los hermanos Cohen. A él se atribuye una sentencia con la que
zanja la eterna disputa entre Cábala y filosofía, que dice: “habéis de saber
que los filósofos, cuya inteligencia tanto alabáis, tienen la cabeza donde yo
tengo los pies”; es decir, el cabalista tiene acceso a unos mundos donde el
filósofo nunca puede llegar. Aunque su obra no destaca por su originalidad, la
importancia de ésta radica en la información y la transmisión de muchas
tradiciones, rara vez mencionadas por sus contemporáneos, que no fueron
absorbidas por el Zóhar. Escribió comentarios al Cantar de los cantares, a visiones proféticas, a las letras de los
nombres divinos, a los 13 atributos divinos, a las emanaciones del lado
izquierdo, etcétera32.
Yosef ibn Chiquitilla (1248-1325), es uno de los mejor
conocidos y sin embargo más enigmáticos cabalistas del siglo XIII. Nació en
Medinaceli y vivió muchos años en Segovia. Murió en Peñafiel. Reconocido como
uno de los más grandes maestros de Cábala33, ejerció una influencia
considerable sobre sus contemporáneos y sus sucesores.
Entre 1272 y 1274 estudió con Abraham Abulafia, cuyo sistema
místico le influyó notablemente. Fue un escritor prolífico, del que nos han
llegado unas veinte obras. La primera de ellas, Ginnat egoz34, El nocedal, escrita en 1274, es una
introducción al simbolismo místico del alfabeto y los nombres divinos. El
título deriva de la letra inicial de las técnicas cabalísticas: Gematria, o
numerología, Notaricon, o acrología y Temurá, o permutación. Se afirma en esta
obra que “El conjunto de la Torá es algo así como una explicación y un
comentario del tetragrama YHWH”. Para él, como para su maestro Abulafia, la
obra de Maimónides, Moré Nebujim
(Guía de Perplejos) es más una guía mística que un tratado filosófico.
También se ve en esta obra que Chiquitilla estaba
familiarizado con las revelaciones místicas de Jacob ha-Cohen, aunque no le
menciona por su nombre.
A partir de 1280 entró en contacto con Moisés de León y la
Cábala teosófica, lo que marcaría una nueva etapa en su sistema cabalístico;
Chiquitilla y Moisés de León se influyeron mutuamente, hasta el punto de que la
lectura de algunas obras de Chiquitilla sirven de gran ayuda para la
comprensión del Zóhar, la principal obra de Moisés de León.
Sus conocimientos cabalísticos eran tan profundos que se
cuenta que podía obrar milagros, de ahí el nombre con el que era mencionado en
círculos místicos de Yosef baal ha-Nissim (Yosef el hacedor de milagros).
Una de las obras de Chiquitilla que más influencia tuvo,
tanto entre los cabalistas contemporáneos del autor como entre los posteriores,
fue Saaré Orá, Las puertas de la Luz35. La obra está dividida en diez
capítulos, o “puertas” que corresponden, en orden ascendente, a las diez
Sefirot, cada una de las cuales se asocia con uno de los Nombres de la
Divinidad que aparecen en la Torá. Chiquitilla va profundizando en la
Escritura, despojándola de las capas superficiales para llegar a la más
profunda, al nivel de Sod, el
significado oculto o místico de la Torá, su auténtica esencia. Podemos afirmar
que es al mismo tiempo una obra de exégesis bíblica y rabínica y un clásico del
pensamiento cabalístico.
En la Introducción, de la que reproducimos un fragmento,
Chiquitilla recrimina cariñosamente a un discípulo que desea ser instruido en
Cábala por razones interesadas. El estudio de la Cábala, que requiere
conocimiento y meditación en los atributos y Nombres de Dios, no podía ser
emprendido para beneficiarse personalmente de la manipulación del mundo natural
que el cabalista puede llevar a cabo; el objetivo del estudioso de la Cábala no
puede ser otro que buscar el acercamiento íntimo a Dios, pues sólo el
conocimiento íntimo de Dios produce bendiciones en el hombre.
Me pides, hermano querido del
alma, que te muestre el sendero hacia los Nombres del Santo Bendito Sea,
bendito y bendito sea, para que con ellos puedas obtener lo que desees y
conseguir el puesto que anhelas. Aunque tu entusiasmo supera a tu petición, me
veo en la obligación de enseñarte cómo se disemina la luz y cómo quiere Dios
que nosotros lo alcancemos. Cuando hayas aprendido esto, entonces Dios dará
respuesta a tus demandas. Serás uno de los que están realmente cerca de Él, y
le amarás con toda tu alma. Sí, te alegrarás en YHWH y Él satisfará los deseos
de tu corazón.
¿No sabes ni oíste que el Dios
del mundo es YHWH? (Is. 40, 28). Ante Él temblarán los seres superiores y los
inferiores, por temor a Él temblará la Tierra. ¿Quién resistirá su cólera,
quién aguantará su ira ardiente? (Nahum, 1, 6). Ni aun a sus ángeles los
encuentra fieles, ni el cielo es puro a sus ojos ¡cuánto menos el hombre,
detestable y corrompido, que se bebe como agua la iniquidad (Job 15, 15-16).
¿Cómo podría un mortal concebir usar sus Nombres Santos como si se tratara de
un hacha para cortar leña? ¿Quién podría ser cómplice en llevar su mano a la
corona del reino y atreverse a usarla profanándola? ¿No dijeron nuestros sabios
“Todo aquel que proclama (el nombre de) YHWH con sus letras no tiene parte en
el mundo futuro” (Sanh. 10,1)?
A pesar de que la Cábala es una disciplina esotérica,
Chiquitilla logra hacer accesibles los conceptos, y éste es quizás el mayor
logro de esta obra: el haber conseguido exponer de un modo sistemático y con un
estilo claro y preciso las grandes líneas de la Cábala teosófica.
Gran parte de su obra se conserva todavía inédita. En Saaré Tsédec da otra explicación de las
Sefirot; Saar ha-Nicud es un tratado
místico sobre las vocales; también tiene un comentario cabalístico a la Agadá de Pésaj y varios tratados
místicos sobre los mandamientos y colecciones de responsa cabalísticas.
Publicado en Raíces
67, verano de 2006.
Notas:
1 D. Rosemberg, El
núcleo literario de la Cábala. Obelisco 2002.
2 G. Scholem,
Desarrollo histórico e ideas básicas de la Cábala. Barcelona 1994.
3 Ch. Mopsik, ¿Qué es
la Cábala? Buenos Aires 1994.
4 A. Safran,
Sabiduría de la Cábala. Barcelona 1998.
5 Ver en R.
Goetschel, La Kabbale, (col. Que
sais-je?) Paris 1985, p. 83 ss. Sobre la posibilidad de que este grupo surgiera
en Castilla y no en Provenza como sugería Scholem, ver Mark Verman, Sifré
ha-Iyyún (Ph dissertation, Harvard Univ. 1984), y The Books of Contemplation,
Michael Fishbane, Robert Goldenberg, and Arthur Green, Editors. State
University Of New York Press.
6 Sobre este
cabalista se puede ver: Azriel de Girona, Cuatro textos cabalísticos,
Introducción, traducción y notas por M. Eisenfeldt, Barcelona 1994.
7 Con el nombre de
“Mística de la Mercabá” (o del Carro celestial) se conoce a la primera fase del
desarrollo de la mística judía, que se extiende a lo largo de un periodo de
unos once siglos, desde el s. I a.C. hasta el s. X. Los textos, conservados en
gran parte en la llamada “Literatura de Hejalot” (o de los Palacios
celestiales), tratan de una travesía visionaria que llevaba al místico, a
través de sucesivos palacios celestiales, hasta la contemplación, en el último,
de Dios entronizado, descrito con las imágenes y los elementos presentes en el
capítulo primero de Ezequiel.
8 Bajo el nombre de
Siúr Comá (Medida de la Figura Divina) se denomina a un aspecto de la primitiva
mística judía que pone el énfasis en la descripción detallada de la figura de
Dios como creador del mundo, con los nombres y medidas de sus miembros, basada
en la descripción del amante masculino del capítulo 5 del Cantar de los
Cantares. Fragmentos de Siúr
Comá se encuentran incluidos en Martin Cohen, «The Si`ur Qomah: A Critical
Edition of the Text with an Introduction, Translation, and Commentary» (Jewish
Theological Seminary, 1982, pp. 533-631. Trad. inglesa y comentario en
las pp. 434-526). La traducción inglesa y el comentario se encuentran
publicados en M. Cohen, The Si`ur Qomah: Liturgy and Theurgy in Pre-Kabbalistic
Jewish Mysticism (Lanham, Md.: University Press of America, 1983) pp. 187-265.
Un buen estudio de los textos, en I. Gruenwald, Apocaliptic and Merkavah
Mysticism. Leiden 1980, pp 213-217.
9 El término hebreo
middá (pl. middot), que podríamos traducir por “medida”, “regla”, o “cualidad,
virtud” es utilizado en la literatura rabínica (y más tarde, en la mística)
para referirse a los atributos divinos de acción mediante los cuales Dios creó
y sostiene el mundo; la denominación de estos atributos y su número, trece,
data del periodo talmúdico y se basa en Ex 34,6-7; alguno de los nombres de las
middot coincide con la denominación, en la Cábala, de alguna de las Sefirot.
10 J. Dan, The Early Kabbalah, New Jersey 1986,
p. 45.
11 Ver en R. Goetschel, La Kabbale, (col. Que sais-je?) p. 87.
12 Ver Y.Baer, Historia de los judíos
en la España Cristiana, Riopiedras 1998, pp. 283-84.
13 El Sefer ha-Bahir
o Libro de la Claridad (sur de Francia, finales del siglo XII) es el primer
libro propiamente cabalístico conocido; se da en él una marcada influencia
gnóstica en la elaboración de los principales conceptos que influirán
decisivamente en los primeros cabalistas. Ver G. Scholem, Los orígenes de la
Cábala, Paidós, Barcelona 2001, vol. I.
14 G. Scholem, Los
orígenes... vol. II
15 Sobre este autor,
ver por ejemplo, S. Heller-Wilensky “Isaac ibn Latif –Philosopher or
Kabbalist?” en Alexander Altmann ed. Jewish Medieval and Rennaissance Studies (Cambridge, Maa. 1967).
16 Scholem, Desarrollo histórico...., p. 74.
17 Ver J.Dan, Gershom Scholem and the Mystical
Dimension of Jewish History. New York University 1987, p.189.
18 Ver supra, n.7.
19 Ver supra, n.13.
20 Sin embargo, la
tradición afirma que está enterrado en Segovia. Cf. Y. Baer, Historia de los
judíos..., pág. 220.
21 Movimiento místico
pietista que se dio en la zona de la Renania entre 1150 y 1250. Ver Scholem,
“El Hasidismo en la Alemania medieval” en Las grandes tendencias de la mística
judía Ed. Siruela 1996, pág. 101 ss.
22 Entre sus obras
hay una colección de comentarios inspirados por Eleazar de Worms.
23 Sobre la evolución
de este ángel desde la literatura rabínica a la cabalística y sus distintas
funciones se puede ver G. Scholem, Grandes temas y personalidades de la Cábala.
Riopiedras Ediciones, págs. 201-205.
24 Ver J.H.Laenen,
Jewish Mysticism. An Introduction. Louisville 2001, p. 125 y J.Dan , The Early
Kabbalah, pág. 151ss
25 Ver J.H.Laenen, Jewish Mysticism, p. 125 y
J.Dan, The Early Kabbalah, p. 153ss.
26 Para una aproximación a este autor y
su obra, ver A. Alba: “Abraham Abulafia”, en Pensamiento y mística hispano
judía y sefardí Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha. Cuenca
2001;págs. 193-210.
27 En Jellinek, Bet
ha-Midras vol. III, Jerusalén 1967 pág. XLIII.
28 “The Commentary on Ezequiel’s Chariot by R.
Jacob ben Jacob ha-Kohen of Castille” Ed. Asi Farber. Master’s thesis, Hebrew
University 1978 (en heb.).
29 Ver por ejemplo, E. R. Wolfson Trough a
Speculum that Shines, New Jersey 1994, pág.270.
30 Publicado por G. Scholem en Madda’ei
ha-Yahadut, 2 (1927), págs. 244-264.
31 La influencia de
esta teoría sobre el Zóhar es indiscutible; el reino satánico es denominado en
el Zóhar Sitrá Ajrá, “el otro lado”. Ver por ejemplo I. Tishby, The Wisdom of the Zóhar, Oxford 1989, vol. II
parte II.
32 Sobre este autor
se puede ver G. Scholem, “R. Moses of Burgos, the Disciple of R. Issac” en
Tarbiz 5 (1934) pp. 56-58 (en heb.).
33 Ver R. Joseph Gikatila, Le secret du mariage de
David et Betsabe, ed. y trad. de Ch. Mopsik, Éditions de l’Eclat 1994
34 Ed. M. Attiah,
Jerusalem 1989.
35 Traducida al
inglés por A. Weinstein, Sa’are Orah. Gates of Light. Rabbi Joseph, the son of Abraham Gikatilla, New York
1994.
Publicado en Raíces 67, verano de 2006
Como homenaje al recientemente fallecido
Gabriel García Márquez, reproducimos un artículo que publicó Raíces en su número
15, del verano de 1993.
Un réquiem por los judíos olvidados de América
Por
SULTANA
WAHNÓN BENSUSAN
Existe en Cien
años de soledad un misterio aún por descifrar. El propio García Márquez, al
referirse a su famosa novela, ha hablado en muchas ocasiones de «claves», de
«señas», de «adivinanzas» que habría que descubrir. Su propia concepción de
toda novela como «representación cifrada de la realidad» nos introduce en la idea
de un texto que, como los Manuscritos de Melquíades descifrados por Aureliano
Babilonia, estaría escrito en clave cifrada, en un código secreto que, de no
ser descifrado, sepultará para siempre el misterio de los Buendía. García
Márquez, que ha confesado siempre su admiración por la estructura literaria que
representa el Edipo, rey, habría
constituido en enigma la historia de los Buendía, burlando su solución a todos
los que se han acercado a la novela como si ésta fuera sólo una reflexión sobre
la realidad latinoamericana. La extrañeza de la estirpe, sus raros hábitos que
contrastan con los de la católica Fernanda del Carpió, su fatal destino –ser
exterminada de la faz de la tierra–, son algunos de los aspectos que la
crítica, en general, ha dejado de lado y que contienen, sin embargo, la respuesta
a una de las adivinanzas propuestas por García Márquez.
Son
diversas las ocasiones en que, a lo largo de la propia novela, el autor nos
advierte sobre la existencia de ese misterio que debe ser revelado. «Ése fue
tal vez el único misterio que nunca se esclareció en Macondo» son las palabras
con que el narrador alude a la muerte del primogénito de los fundadores, José
Arcadio Buendía –el marido de Rebeca–, ocurrida ciertamente en circunstancias
misteriosas y de la que nunca se supo si fue suicidio o asesinato. La confesión
por parte del autor de que existe un misterio no esclarecido en Macondo va
inmediatamente seguida del relato sobre el fantástico itinerario que el «hilo
de sangre», luego de brotar del cuerpo de José Arcadio, recorre hasta llegar a
su origen, la madre: «Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó
la sala, salió a la calle [...] y se metió por el granero y apareció en la
cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan».
El
único misterio no esclarecido en Macondo
está, pues, vinculado a la sangre y al origen. Al describir el comportamiento
de Úrsula cuando advierte la presencia de la sangre de su hijo, el narrador nos
proporciona otra clave no ya para advertirnos de la existencia del misterio,
sino para indicarnos cómo resolverlo, pues Úrsula va a buscar el origen
siguiendo el hilo de la sangre en sentido contrario a la trayectoria que antes
se ha descrito: «Siguió el hilo de sangre en sentido contrario, y en busca de
su origen atravesó el granero, pasó por el corredor de las begonias [...] y vio
el cabo original del hilo de sangre que ya había dejado de fluir de su oído
derecho».
Se
trata, pues, de un pasaje revelador en la novela. El narrador nos confirma que
existe un misterio aún no esclarecido en Macondo y nos informa de que se trata
de un misterio relacionado con el origen, con la sangre de los Buendía. La
pesquisa de Úrsula nos pone, además, en la pista de cuál ha de ser el método de
la investigación para descubrir ese misterioso origen aún no revelado: éste se
esclarecerá sólo cuando el investigador lea la novela siguiendo el hilo de la
sangre en sentido contrario, tal como hace la propia Úrsula. La lectura más
habitual de Cien años de soledad es
la que –obedeciendo el ritmo que le impone el texto, que marcha hacia adelante
al narrar la historia de los Buendía– sigue el hilo de la sangre desde los
Fundadores hasta el último de los Buendía: «el
epígrafe perfectamente ordenado en el tiempo y el espacio de los hombres: El
primero de la estirpe está amarrado a un árbol y al último se lo están comiendo
las hormigas». Esta lectura, útil y fecunda para descifrar muchos de los
misterios de la novela, no lo es para descifrar el único que todavía no se ha
esclarecido: el del verdadero origen de los Buendía. Pues, para descifrar éste
–el secreto de la estirpe–, es preciso proceder como Úrsula e investigar «en
sentido contrario», yendo en busca del «cabo original del hilo de la sangre».
No es casual –como trataré de demostrar– que sea en este mismo pasaje de la
novela, en el que se narra la misteriosa muerte de José Arcadio y se habla por
primera vez del enigma del origen, cuando también por primera y única vez se alude al misterioso «Judío Errante» que
muchos años después, a la muerte de Úrsula, pasará por el pueblo y será
sacrificado. ¿Existirá alguna relación entre el misterioso origen de los
Buendía y el sacrificio del Judío Errante?
Fascinados por el futuro de la estirpe –al que nos
orienta la lectura que los Buendía hacen de los Manuscritos de Melquíades–, los
lectores de Cien años de soledad
descuidamos por lo general su pasado, un pasado al que se hacen en verdad
escasas referencias y que aparece como envuelto en brumas, pero en el que debe
de residir el enigma aún no resuelto en Macondo. Debemos detenernos, por tanto,
en esas escasas ocasiones en que, en Cien
años de soledad, se hace referencia al pasado de la estirpe, sobre todo en
el comienzo del capítulo segundo, donde se muestran de una manera organizada
los antecedentes históricos de los Buendía. Aunque la crítica los ha pasado por
alto, aquí están contenidos los primeros signos de «extrañeza» de la estirpe.
De la bisabuela de Úrsula Iguarán se dice que tenía «algo extraño [...] en el
modo de andar». A causa de unas «quemaduras» que la dejaron convertida en «una
esposa inútil para toda la vida», había renunciado «a toda clase de hábitos
sociales», entre ellos el de «caminar en público». Vivía «obsesionada por la
idea de que su cuerpo despedía un olor a chamusquina» y tenía pesadillas en las
que «la sometían a vergonzosos tormentos con hierros al rojo vivo». El origen
de sus terrores y obsesiones se data a finales del siglo xvi, cuando el pirata Francis Drake
asalta Riohacha y ella «se asusta tanto» que «se sentó en un fogón encendido».
Tan extraña mujer es simplemente la esposa de «un comerciante aragonés», al que
hay que suponer recién llegado al Nuevo Mundo, y que, buscando la «manera de
aliviar sus terrores», liquida su negocio y se lleva a su familia a vivir a «una
ranchería de indios pacíficos».
Allí,
en la «escondida ranchería», vivía de tiempo atrás «un criollo cultivador de tabaco,
don José Arcadio Buendía». Durante trescientos años las dos familias –la del aragonés
y la del criollo, al que puede suponerse hispano-portugués por el apellido– seguirán
viviendo en la «antigua ranchería que [...] transformaron con su trabajo y sus
buenas costumbres en uno de los mejores pueblos de la provincia»: Riohacha.
Durante estos trescientos años, además, las dos familias se casarán exclusivamente
entre sí, convirtiéndose en «dos razas secularmente entrecruzadas». Esta
costumbre llega hasta el momento en que comienza la acción de Cien años de soledad, pues Úrsula y José
Arcadio, los fundadores de Macondo, se casarán por la misma razón que todos sus
antepasados lo han hecho desde que llegaron a la ranchería: «porque en verdad
estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido que el amor: un común
remordimiento de conciencia». Sin embargo, algo ha cambiado puesto que la
familia trata de disuadirles de que se casen, temerosos de que «pasaran por la vergüenza de engendrar iguanas». Existe
un precedente tremendo en la historia de la familia: un pariente había nacido
con una «cola de cerdo» que «no se dejó ver nunca de ninguna mujer, y que le
costó la vida cuando un carnicero amigo le hizo el favor de cortársela con una
hachuela de destazar». José Arcadio y Úrsula desobedecerán a su familia y
correrán el riesgo de engendrar hijos con cola de cerdo. Con la ligereza de sus
diecinueve años, José Arcadio asegura que no le importa «tener cochinitos»,
pero Úrsula vive aterrorizada por los
«pronósticos siniestros sobre su descendencia» hasta que, a raíz de la muerte
de Prudencia Aguilar, el matrimonio se decide acabar con ese «malestar en la
conciencia» que los vincula, emprendiendo el viaje que los llevará a fundar
Macondo, donde procurarán por encima de cualquier otra cosa que sus hijos no se
casen entre sí, rompiendo así con el hábito secular de sus antepasados.
Dos
terrores parecen caracterizar a las extrañas mujeres de la estirpe: el terror a
las quemaduras, que vinculan a los tormentos con hierros al rojo vivo, y el
terror al futuro de su descendencia, relacionado con esa extraña cola de cerdo
que le costó la vida a un antepasado. En relación con el primero, hay que
subrayar que los terrores de la bisabuela de Úrsula a las quemaduras y los
extraños hábitos que se derivan de ellos –como no andar en público o renunciar
a la vida social– se originan cuando Francis Drake asaltó Riohacha, es decir,
por las mismas fechas –finales del siglo xvi–
en que se están instalando en América los primeros Tribunales del Santo Oficio:
el de Lima en 1590 y los de México y Cartagena
de Indias en 1610. También a finales del siglo xvi –en 1596– tuvo lugar el primer auto de fe importante en
América, concretamente en Nueva España. De él dice Liebman, en su Réquiem por los olvidados: «El auto de
1596 señaló el momento de mayor intensidad de la persecución de los judíos a
finales del siglo xvi. Todos los
autos públicos tenían el propósito de infundir miedo a los asistentes, y éste
fue el mayor y más grandioso auto celebrado en el Nuevo Mundo hasta aquel momento».
No parece extraño, pues, que, coincidiendo con las expediciones de Francis
Drake –entre 1585 y 1596 precisamente–, la bisabuela de Úrsula experimente
terrores relacionados con quemaduras. Como confirmando sus temores, el Judío
Errante que pasa por el pueblo siglos después será incinerado «en una hoguera».
Si la pacífica esposa de un comerciante aragonés vive aterrorizada por las
quemaduras y los tormentos a fines del siglo xvi
en el Nuevo Mundo, y si a lo largo de Cien
años de soledad el único personaje que sufre quemaduras y tormentos en
Macondo es el Judío Errante que pasa por el pueblo a la muerte de Úrsula, no
parece descabellado suponer que, en efecto –y respondiendo ya a la pregunta que
antes dejé en suspenso–, existe una relación entre el enigmas de la sangre de
los Buendía –el secreto celosamente guardado por la estirpe– y el sacrificio
del Judío Errante.
El segundo de los terrores de las mujeres Buendía
–el de engendrar hijos con cola de cerdo– no viene sino a apoyar esta
hipótesis. El hijo con cola de cerdo representa –en imagen sintéticamente
lograda– todos los miedos que una familia de judeoconversos ocultos en un
rincón del Nuevo Mundo podía albergar acerca del futuro de su descendencia. En
primer lugar, el miedo a las taras producidas por la consanguineidad. Después
de trescientos años casándose entre sí, la cola de cerdo podía ser simplemente
una tara, aunque desde luego sabiamente elegida por un García Márquez que ha
condensado en esa imagen no sólo el miedo a los efectos de la consanguineidad,
sino la especificidad judía de ese miedo. No en balde una de las
características que se ha atribuido tradicionalmente a los judíos era la de
tener un muñón de rabo al final de las vértebras, como los demonios. El hecho
de que el rabo sea de cerdo –el animal tabú del judaísmo– y de que, por esta
razón, José Arcadio se refiera a su hipotética descendencia con el término
«cochinitos», podría confirmar que el terror de Úrsula está también relacionado
con la posibilidad de engendrar hijos que sean reconocidos como marranos, es
decir, como judíos conversos y que, por ello, se enfrenten al trágico final de
ese antepasado al que el descubrimiento de su cola de cerdo –su secreto– le
llegó a costar la vida. En definitiva, Úrsula, como todas las mujeres de la
estirpe, teme por la vida de sus hijos, amenazada por ese secreto que la
estirpe ha guardado celosamente durante «trescientos años de casualidades».
Se
sabe que al final de la novela, cuando Aureliano Babilonia cometa por fin el
temido incesto con su tía Amaranta Úrsula, se engendrará el monstruoso hijo con
cola de cerdo que será devorado por las hormigas coloradas. Al igual que a ese
antepasado al que la cola de cerdo le costó la vida, la cola de cerdo –que ha
sido vista por la comadrona– le costará la suya al hijo de Aureliano Babilonia.
La muerte de ambos es –convéngase– tan misteriosa como la misteriosa muerte de
José Arcadio Buendía: el mismo enigmático secreto que envuelve a la de éste
envuelve a la de aquéllos, como también a la de los diecisiete hijos del
coronel Aureliano Buendía, «cazados como conejos por criminales invisibles».
Todos los recursos al realismo mágico, a los arquetipos míticos que la crítica
ha manejado para enfrentarse al tema del incesto en la novela no explican por
qué los primogénitos Buendía son misteriosamente exterminados. Al igual que
ocurría con la muerte de José Arcadio Buendía –que se vinculaba al origen y al
Judío Errante–, la de los Buendía con cola de cerdo se explica también en
relación con el Judío Errante que está en el origen de la estirpe. Pues, a lo
largo de toda la novela, sólo un personaje compartirá con ellos la extraña
característica de aparecer a ojos de los demás como mitad hombre mitad animal y
el fatal destino de ser, por ello, sacrificado: el Judío Errante.
En
el episodio del Judío Errante reside la clave definitiva de Cien años de soledad. En él está contenido
el secreto no revelado, el enigma no descubierto de la estirpe. Y García
Márquez no lo oculta, sólo nos lo pone difícil. Muy pocas páginas antes de que
el Judío Errante pase por el pueblo –dieciséis en la edición que yo manejo, la
de Cátedra–, encontramos el otro pasaje de la novela en que de nuevo –como en
el de la muerte del primogénito– se alude a la existencia de un secreto en la
familia. En esta ocasión no se refiere a la muerte misteriosa de los primogénitos,
sino a un San José de yeso que contiene en su interior monedas de oro y que
Úrsula ha enterrado en algún lugar escondido de la casa, de la misma manera que
al comienzo de la novela había enterrado debajo de la cama un «cofre de monedas
de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones». Úrsula es
interrogada por todos los miembros de la familia acerca de «la fortuna
enterrada», pero ella, que ya desvaría a causa de la vejez, tiene el suficiente
«margen de lucidez para defender aquel secreto». El secreto –que concierne en
apariencia al oro– está igualmente relacionado de nuevo con el origen de la
estirpe: el padre de Úrsula, pero también un San José, a quien sería fácil
identificar con la tradición católica, pero que, en definitiva, fue –como el de
Úrsula– un padre judío. Su hijo Aureliano Segundo está ya convencido «de que
Úrsula se llevaría el secreto a la tumba» –como así ocurre–, pero consigue de
Pilar Ternera, la echadora de naipes, la siguiente predicción: «que no sería
encontrado antes de que acabara de llover y los soles de tres junios
consecutivos convirtieran en polvo los barrizales».
Aparentemente
la predicción de Pilar Ternera no se cumple: tres años después de que acabe de
llover, cuando empieza a soplar el viento cálido que convierte los barrizales
en polvo, Aureliano Segundo volverá a preguntar a su madre en el lecho de
muerte por el «oro enterrado», es decir, por el «secreto» que Úrsula guarda
celosamente, pero ella le responde: «Cuando aparezca el dueño... Dios ha de
iluminarlo para que lo encuentre». Se diría que, en efecto, Úrsula se lleva el
secreto a la tumba. Y, sin embargo, el narrador es leal con nosotros y nos
ofrece lo prometido en la predicción de Pilar Ternera: tres años después del
final del diluvio, cuando empieza a soplar el viento cálido que convierte en
polvo los barrizales, justo en el mismo momento en que Úrsula muere llevándose
el secreto a la tumba, pasa por el pueblo el Judío Errante, en episodio que
había sido anticipado –como vimos– por primera y única vez en aquel otro pasaje
de la novela en que se hablaba del único misterio que quedaba por esclarecer en
Macondo. García Márquez nos ha proporcionado, a través de la predicción de
Pilar Ternera, la localización exacta de la clave para desenterrar el oro
escondido en Cien años de soledad, el
secreto de Úrsula, el misterio nunca esclarecido en Macondo: el origen de los
Buendía.
Descrito por el párroco como «un híbrido de macho
cabrío y hembra hereje, una bestia infernal cuyo aliento calcinaba el aire y
cuya visita determinaría la concepción de engendros por parte de las recién
casadas», el Judío Errante aparece como la «mala influencia» que hace concebir
a las recién casadas engendros con partes animales. Los hijos con cola de cerdo
–el enigma que motiva la muerte misteriosa de los primogénitos de la estirpe–
están directamente vinculados, en la mente del párroco –de la Iglesia, pues–,
al origen judío de la estirpe. La población de Macondo no pone «en duda la existencia
de una criatura espantosa semejante a la descrita por el párroco» y pone
trampas para cazarla. Macondo, que es hospitalario con los gitanos, con los
árabes y con los gringos, somete a tortura y asesina cruelmente al único judío
–manifiesto– que pasa por el pueblo: «Lo colgaron por los tobillos en un
almendro de la plaza… y cuando empezó a pudrirse lo incineraron en una hoguera».
¿Puede extrañar que el origen judío de la estirpe sea el secreto celosamente
guardado por una Úrsula que ha temido siempre por el futuro de su descendencia?
Será
Aureliano Babilonia el único que consiga acceder al secreto de la estirpe, después
de descifrar las claves de los Manuscritos de Melquíades. Él será quien, en una
lectura de los Manuscritos obsesionada por el «origen» y la «sangre» de sus
antepasados, entienda por fin la historia de la familia. Aureliano persigue en
la lectura final de los Manuscritos –en las últimas páginas de la novela– lo
que nosotros hemos perseguido en la lectura de Cien años de soledad: lo que el narrador llama «los caminos ocultos
de su descendencia». Y lo hace, también como nosotros, de acuerdo con el método
preconizado por Úrsula de ir en busca del origen siguiendo el hilo de la sangre
en sentido contrario, por lo que no debe extrañar que los resultados de su
pesquisa sean idénticos a los de la nuestra y que también él culmine su
investigación sobre el pasado de la estirpe en ese momento en que «descubrió que Amaranta Úrsula no era su
hermana, sino su tía, y que Francis Drake
había asaltado Riohacha solamente para que ellos pudieran buscarse por los
laberintos más intrincados de la sangre». Aureliano Babilonia ya sabe lo
que nosotros sabemos: que el secreto de la estirpe está localizado en ese
momento de la historia de la familia en que el bisabuelo de Úrsula decidió
llevarse a su familia a una ranchería escondida para liberarla de los temores
de las quemaduras. Teniendo en cuenta que Aureliano posee sorprendentes saberes
enciclopédicos, sobre todo concernientes a la Edad Media, no podemos albergar
ninguna duda acerca de su capacidad para vislumbrar el porqué de los terrores
de sus antepasados. Hay que suponer igualmente que, a la luz de lo descubierto,
entendería perfectamente por qué durante cien años de soledad Úrsula siguió
cocinando ella misma el pan que comía su familia; por qué siguió cultivando,
junto al plátano, la malanga, la yuca, el ñame y la ahuyama –tan tropicales– la
sefardí berenjena; y por qué, a la muerte de Remedios, justo «en el lugar en
que se veló su cadáver» dejó –como mudo testimonio de su secreto– «una lámpara
de aceite encendida para siempre».
José Antonio Fernández López
El ocaso del mundo de ayer
Una controversia sobre la identidad
Si me hubiera quedado en el shtétl nunca me habría ocurrido […]. Una vez que te vas, estás al aire libre: llueve y nieva. Nieva historia. Todos estamos en la historia, esto es seguro, pero algunos están más dentro que otros. Los judíos más que la mayoría.
B. Malamud, El hombre de Kiev.
“¿Se han sentido alguna vez los escritores alemanes de origen judío en su casa dentro del Reich alemán?”, se preguntaba Joseph Roth, tras la llegada de Hitler al poder, en su exilio parisino. Su respuesta, aun siendo de enorme sinceridad y realismo, sólo identificaba una parte del problema identitario que intentaba dirimir, manifestando a las claras el profundo error en el que se hallaban la inmensa mayoría de los intelectuales judíos en aquellos años tan cercanos a la catástrofe, la tremenda confusión de categorías asociada al fenómeno asimilatorio, en la que conceptos como “Europa”, “civilización occidental”, “espíritu europeo”, “humanismo”, aun se creían dotados de virtualidad y valor:
“Surge la sospecha históricamente justificada de que los literatos alemanes, de procedencia judía o no judía, no han sido en todas las épocas más que unos extraños en su país, emigrantes en el suelo en que nacieron, consumidos por la nostalgia de la verdadera patria, incluso cuando se hallaban dentro de sus fronteras”1.
El diagnóstico es acertado, pero limitado en exceso geográfica y espiritualmente. Roth, corresponsal durante muchos años del Frankfurter Zeitung, obligado a abandonar su empleo y a marchar fuera de Alemania, circunscribe por aquel entonces la barbarie únicamente al territorio del incipiente Reich. Sin embargo, él, un trotamundos genial e intuitivo, con alma oriental y conciencia trágica de la historia, sin domicilio fijo nunca en su vida adulta, provisto de un pasaporte polaco desde 1918 hasta 1928 por ser galiciano, y con nacionalidad austriaca a partir de entonces, no volverá a esa “nueva Austria” cuando se vea forzado a huir. El hecho profundo que justifica tal decisión es que, en el fondo, ese Estado que gracias a su condición de “ciudadano” le hubiera podido ofrecer “un hogar”, no tenía nada que ver, no podía ser identificado con aquella patria de la imperturbabilidad que daba a todo su justa esencia, comprendida por el “en aquel tiempo” de La marcha Radetzky, donde las cosas tenían un cielo sobre sí y podían ser identificadas con seguridad. Tan sólo quedaba la nostalgia y la lengua, una lengua alemana que dará cuenta de la barbarie y que, en los años de la “marea parda”, se empleará también, por encima de todo, por muchos de los judíos perseguidos para salvar la tradición humanística en Alemania2. En aquellos años en los que, como decía con amargura S. Weil en 1937, “la humanidad había perdido las nociones esenciales de inteligencia, las nociones de límite, de medida, de grado, de proporción, de referencia, de condición, de vínculo necesario”, Austria estaba ya contagiada por lo que habría de venir, no representaba nada de lo que Roth anhelaba, ni en relación con la Mitteleuropaañorada, ni con la Europa culta, humana e ilustrada, añoranza de la que da espléndida cuenta su amigo Soma Morgenstern en sus memorias3.
¿Qué era realmente aquella Europa anhelada? Un análisis del fenómeno de la asimilación puede aproximarnos a la respuesta. A lo largo de los ciento cincuenta años que los judíos vivieron entre los pueblos de Europa occidental, insertados en la sociedad y no en la “cercanía aislada” del ghetto, “tuvieron que pagar con una miseria política su gloria social y con el insulto social su éxito político”4. La asimilación, entendida simplemente como aceptación por parte de la sociedad no judía, se les otorgaba única y exclusivamente a distinguidas excepciones, por otro lado no inmunes a los ataques antisemitas. Estos judíos que, en palabras de Arendt, “escuchaban el extraño cumplido de que constituían excepciones, que eran excepcionales”5, sabían en el fondo o hubieran debido saberlo, que la ambigüedad de ser judíos que parecían –por su excepcionalidad– no judíos, era lo único que les abría las puertas de la sociedad, y que en el fondo de esta estrategia socializadora se hallaba el fracaso de la asimilación y la perenne estigmatización de lo judío y su incompatibilidad con lo occidental mal entendido como nacional. La paradoja estaba fundamentada en unas raíces graves y profundas. La sociedad occidental, a la cual el judío ansiaba asimilarse, exigía al que pretendía incorporarse una educación similar a la que ella difundía, pero no como exigencia igualitaria o niveladora, sino en la clave de la excelencia. El judío debía ser un hombre “fuera de lo común”, capaz de producir o crear algo fuera de lo ordinario, dado que, a fin de cuentas, era judío. En este sentido, los judíos intelectuales altamente asimilados, miembros de ese “parnaso de los genios”, nos ofrecen un espejo excepcional para el análisis paradójico y para descubrir cuáles eran las grandes intuiciones críticas del momento, las profundas incertidumbres identitarias, o, las más de las veces, la grave ignorancia que el propio estatus de “genialidad” confería a personajes, por otro lado, dotados de una enorme maestría literaria o de una profunda visión humanista de la historia, una grave ceguera que sólo pudo ser superada cuando “todo aquel mundo” ya estaba perdido.
Aún a comienzos de los años treinta del siglo pasado, judíos cosmopolitas como Karl Kraus y Stefan Zweig, seguían creyendo –o quizás tan sólo anhelando– que una Europa, espiritual y eterna, confrontada con el nazismo en un combate entre razón y barbarie saldría victoriosa. Alemania podía no ser ya una patria para los judíos y los hombres de espíritu, pero aun quedaba esa “otra Alemania”, abierta, culta y, por lo tanto, verdadera, la Austria finisecular, y, por encima de todo, el enorme corazón de Europa, tejido por siglos de afirmación moral de la racionalidad humana, una Europa donde siempre podría sentirse “en casa” un judío condenado a errar. Aquella Viena europea, idealizada y acogedora, es evocada de esta forma por un emigrante desesperado como Zweig, en una conferencia en Paris en 1940:
“Sus hijos y sus nietos hablaban alemán, pero los orígenes no se borraban del todo. Con esta continua mezcla, los contrastes perdían sus aristas, todo se tornaba aquí más suave, complaciente, conciliador, deferente y amable; esto es, austriaco. Como integrada por tantos y tan dispares elementos, Viena fue el terreno ideal para una cultura común. Lo extranjero no equivalía aquí a enemigo ni a antinacional, no era algo rechazado como presuntamente no alemán ni austriaco, sino respetado y buscado”6.
Otros como el propio Roth, por más que diera rienda suelta a su mirada nostálgica, lanzando, cuanto mas crecía la soledad y el abandono, una mirada idealizada y mitificada al Mundo de ayer, ensalzando las virtudes del mundo habsbúrguico y de lo europeo occidental, sabían ya con plena certeza que la empresa se había saldado con el fracaso:
“Hay que reconocerlo, la Europa espiritual se rinde. Se rinde por desidia, por debilidad, por indiferencia, por irreflexión. El futuro deberá investigar con exactitud los motivos de esa capitulación vergonzosa. Nosotros, los escritores alemanes de origen judío, en estos días en los que el humo de nuestros libros quemados sube hasta el cielo, hemos de reconocer sobre todo que hemos sido vencidos: reconozcamos nuestro fracaso”7.
El anhelo y la nostalgia de la solidaridad europea, una solidaridad cultural expresión de una supuesta “conciencia común”, resuena en los labios de un judío oriental galiciano, como en el fondo era Roth, con las notas de la vieja nostalgia judía que parece remontarse a aquel recuerdo de la Babilonia del destierro. Sin embargo, si el lamento por la Jerusalén perdida, a orillas de los ríos babilónicos, presenta la autenticidad de lo arquetípico y lo constructivamente evocador, la Europa Ilustrada puede considerarse más como la memoria de un fracaso, de unas esperanzas y unas promesas incumplidas, que como una referencia espiritual de consistencia identitaria. Grecia, Roma e Israel, la Cristiandad y el Renacimiento, la Revolución francesa y la Alemania del siglo xviii, la música supranacional austriaca y la poesía eslava, “todas esas fuerzas han moldeado la faz de Europa”8, dice Roth. Pero “Israel”, a pesar de estar ahí, no cuenta en esa historia del espíritu. Su fracaso es, por lo tanto, tan antiguo como su historia, vinculada constitutivamente a la humanidad, a lo universal, pero amplificado en la medida en que esa historia judía de “iluminación de lo universal desde la particularidad” no ha podido conectar con la historia de la liberación y emancipación del hombre a partir de la Modernidad.
En cualquier caso, lo que aquí resulta realmente decisivo es que, en el fondo, se intuye cómo Roth y el tipo de conciencia judía que representa nos alcanzan “desde mucho más lejos” que Zweig y su ilustrada y altísimamente asimilada vida de “europeo”. Representan la esencia indudable de una raíz judía que ha permanecido durante siglos en el Este europeo unida “al dolor, a la grandeza humana y a la miseria del sufrimiento”9, ese amor a una cultura, la de los judíos orientales, que no podía tenerse sin tristeza ni nostalgia, porque el retorno a ella era imposible –lo cual no deja de resultar sorprendente en este defensor de la monarquía, cripto-católico, que se presentaba en París rodeado de rancios aristócratas pertenecientes a los círculos legitimistas. Podemos hallar cómo, en la confrontación dialéctica de estos dos judíos austriacos que planteamos, se puede percibir gran parte del sentido y las implicaciones en que la “ahistoricidad”, como pérdida identitaria moderna, se manifiesta decisiva en las circunstancias y en las horas cruciales de buena parte de la conciencia judía de aquellos años, máxime en un pueblo que debe su raíz y su pervivencia a las tensiones de una historia leída durante siglos como “historia de la salvación”.
Mientras que Kraus, por ejemplo, tan sólo una vez consumado el terror podrá a lo sumo certificar que, “cuando ese mundo surge, la palabra expira” (Die Fackel 888, 1936), Zweig todavía en 1942 presentaba los años previos a la llegada de Hitler al poder como “un regalo inesperado”. Esos años los vive en gran parte en Salzburgo, convertida por aquel entonces, en verano, en “la capital artística no sólo de Europa sino también del mundo entero”. Su casa del Kapuzinerberg se convierte en “una casa europea”. Con su inalterable fondo de elitismo, se pregunta Zweig, “¿quién no ha sido nuestro huesped?”10. En aquellos años en los que “resultaba agradable viajar”, su hogar también lo era, rodeado de la flor y nata de la intelectualidad europea: Romain Rolland, Thomas Mann, H. G. Wells, Hoffmansthal, James Joyce, Paul Valéry, Ravel, Richard Strauss, Alban Berg, Bruno Walter o Bela Bartók. “¿Con quién no pasábamos allí horas cordiales, mirando desde la terraza el bello paisaje, sin sospechar que justo enfrente, en la montaña de Berchtesgaden, se alojaba el hombre que habría de destruir todo aquello?11” Esta ignorancia manifiesta, al igual que el cosmopolitismo elitista, una auténtica acosmia, la profunda desubicación existencial de estos hombres, que se confirmaría de forma dramática cuando, de la noche a la mañana, perdieran su ciudadanía, pasando de ser “judíos cosmopolitas” a nuevos “judíos errantes”. La desconexión de la historia –el vivir, como afirma Arendt, no en el mundo de ayer, sino en “los márgenes de ese mundo”12–, transformada en un haz complaciente de relaciones y valores culturales, en la percepción ingenua de una grata seguridad, intenta justificarse en medio de la catástrofe con una discutible tesis: “Obedeciendo a una ley irrevocable, la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer los movimientos que determinan su época. Por esta razón, no recuerdo cuándo oí por primera vez el nombre de Adolf Hitler”13, rememora el autor de La piedad peligrosa.
La presencia escasa del judaísmo en la obra de Zweig desconoce por completo la referencia personal. Al dar cuenta de sus orígenes, establece una doble raíz en la que “lo judío”, merced al impulso de sus ancestros, se había correctamente ubicado en el contexto social de referencia14. Así, con respecto a la familia del padre, procedente de Moravia, indica cómo “emancipados pronto de la ortodoxia religiosa eran apasionados partidarios de la religión del progreso de la época y, en la era política del liberalismo, situaron en el parlamento a los diputados más respetados. Cuando se mudaban a Viena, se adaptaban con una rapidez sorprendente a la esfera cultural superior y su ascenso personal se unía orgánicamente al impulso de la época”15. En segundo término, la procedencia social de su madre no desentonaba con esa “adaptación a los entornos superiores” propia de estos judíos “fuera de lo común”, incorporando a la “excelencia” el “cosmopolitismo”: “Mi madre, de soltera Brettauer, era de procedencia distinta, cosmopolita. Había nacido en Ancona, y tanto el italiano como el alemán eran sus lenguas maternas […] La familia de mi madre no era italiana sino conscientemente cosmopolita; originariamente propietarios de un banco, pronto se habían dispersado por el mundo desde Hohenems, un pueblecito de la frontera suiza, siguiendo el modelo de las grandes familias banqueras judías”16.
Con estos antecedentes, no resulta extraño que las referencias judías en la narrativa, ensayística y en su importantísima labor como biógrafo –uno de los grandes biógrafos alemanes junto a Emil Ludwig durante la primera mitad de siglo– sean poco representativas y, por lo demás “peculiares” en el contexto que estamos describiendo. En medio de una enorme producción, las obras de temática judía se reducen casi a una tragedia, una fábula y un breve y hermoso relato, este último, el único texto con un protagonista judío, Buchmendel, librero anticuario –publicado en Raíces nº 38–, que presenta una problemática identificable contemporáneamente a la vida del autor. El protagonista simboliza la incorporación de un judío ortodoxo, venido del Este, a los márgenes de una vida occidental culta, y la posterior e ine-vitable quiebra identitaria producto de dicho movimiento personal. No obstante, en la óptica que nos presenta Zweig, el judaísmo oriental de Mendel, el de los libros, su tragedia personal merced a la disolución del universo de seguridad previo a la guerra y su muerte en el más absoluto de los abandonos, quedan eclipsados por su, de nuevo, “excepcionalidad”:
“La memoria específicamente anticuaria de Jakob Mendel no era, sin embargo, menos fabulosa en su perfección única que la de Napoleón para las fisonomías, la de Mezzofanti para las lenguas, la de Lasker para las aperturas de ajedrez o la de Busoni para la música. En un seminario o en una institución pública este cerebro hubiera enseñado y sorprendido, hubiera sido útil a la ciencia, una adquisición para esos tesoros públicos que llamamos bibliotecas. Pero ese mundo superior le estaba vedado para siempre al pequeño librero de viejo sin instrucción de Galitzia, que no había visitado más que la escuela talmúdica”17.
La tragedia de inspiración bíblica Jeremías, obra teatral en nueve cuadros, desarrollada a partir de pasajes del libro profético del mismo nombre, no aborda las convulsiones de los judíos europeos de la época, sino que se centra en una denuncia del belicismo y de la guerra. Este drama pacifista, estrenado en Zürich en 1918, que es la apuesta personal de Zweig por la defensa de una Europa unificada y en paz, se mueve en el terreno de las grandes ideas humanistas que animan, por ejemplo, su Erasmo de Rotterdam o Castelio contra Calvino, si bien, mientras que en estos casos la distancia histórica puede ser salvada por la apologética ilustrada, en el caso de Jeremías la absoluta judeidad del personaje bíblico y la impronta de su teología de la historia, así como su referencialidad para cualquier judío, exigen algo más que una mera universalización de su mensaje. La desproporción que implica la acosmia de estas palabras nos parece destacable como síntoma de un trasfondo: “ya está armado el vengador que barrerá vuestro orgullo pestilente, ya está desenvainada la espada que desgarrará vuestra insolencia: el mensajero ya viene a traeros aflicción. Corre, se da prisa, ya dirige sus pasos hacia Jerusalén para que os confundan”18.
Veinte años después, poco antes de tener que huir de Austria, Zweig volverá a confrontarse con el judaísmo en su obra, esta vez en forma de un cuento, de una leyenda. El candelabro enterrado es la conmovedora descripción de un sino y, también, de una premonición. Al igual que en el caso de Jeremías, la trama se retrotrae en el tiempo, esta vez en un pasado histórico y no histórico-bíblico. Los últimos días de la antigüedad clásica sirven de ambientación a las vicisitudes de la Menorá del Templo de Jerusalén, símbolo de la fe de Israel y de la vida del pueblo judío. Una lectura comparada de esta obra con la contemporánea trilogía de La guerra de los judíos de Lion Feuchtwanger, evidencia a las claras lo marcadamente diluido y atemporal de la “obra judía” de Zweig escrita en tiempos de catástrofe. Sirva como justificación del compromiso histórico del autor de Los hermanos Oppermann el siguiente pasaje: “Con cierta ironía observó al secretario e intérprete del príncipe, que estaba contemplando la ciudad con visible inquietud. Este hombre pretendía asociar el judaísmo al helenismo. Imposible, querido amigo: no se puede conciliar Jerusalén y Roma, a Isaías con Epicuro. Por favor, decidíos por una de las dos”19. Mientras que Feuchtwanger, desbordante en lo formal, ofrece un ejercicio de relectura histórica de la tragedia judía con cientos de evidencias y relaciones que sin el menor esfuerzo permiten una lectura iluminadora de su presente, la obra de Zweig, magistral también en lo estilístico como es norma del talento de su autor, ofrece una desolada sensación de atemporalidad, incapaz casi de manifestar qué podría significar en 1937 el soterramiento del símbolo de la fe judía. Escrita mientras se sentía ya de cerca que se avecinaba lo irremediable, nos ofrece en sus últimas páginas el testimonio de un ocaso y una autodisolución: “Benjamín se detuvo reverentemente. –Soy todavía el testigo, el último –balbució temblando bajo el peso de sus pensamientos. Nadie sobre la tierra, excepto yo, conoce el secreto lugar donde yace la Menorá. Excepto yo nadie puede adivinar dónde está su tumba”20.
Confrontada como un polo alternativo, la visión de Roth del convulso mundo de entreguerras se nos ofrece como infinitamente más perspicaz y, a la vez, impregnada de una trascendencia mucho más allá de la nostalgia decadente y esteticista de Kakania. Desde la publicación de su primera novela, La tela de araña (1924), hasta su último escrito, testimonio de su calvario personal, La leyenda del santo bebedor (1939), hay una tensión constante entre la dimensión horizontal-histórica, y la vertical-trascendente como elementos articuladores del “centro” del hombre y del judío. La asimilación entendida como la incorporación al plano horizontal histórico no es vista como una potenciación del individuo, como una liberación gozosa, sino, al contrario, como un debilitamiento de la condición humana del judío, arrancado de sus vínculos colectivos y expuesto a la alienación21. La descomposición del mundo judío y el fracaso de la integración en la sociedad europea, generan una angustia que puede hallarse en Roth, en Kaf-ka y también en Isaac Bashevis Singer, un malestar, dice Claudio Magris, “al que Roth se somete con sentimental abandono, que Kafka anota con la claridad de la neurosis y que Singer reprime al ritmo imperturbable de la clasicidad”22.
En el mundo literario de Joseph Roth, la historia no se revela como “ignorancia”, acosmia, ni se diluye en un sentimiento difuso de paneuropeísmo. Europa es un referente, pero más en el sentido de un orden civilizador, de un conjunto de aspiraciones morales en las que el humanismo presenta una convergencia de lo occidental y lo hebreo. En este mundo fronterizo, la nostalgia monárquica, el “mito del imperio”, auna una idealización del pasado en la que, sin embargo, pesa mucho más el fracaso de ese pasado. La “seguridad” del Jefe de Distrito von Trotta, protagonista de La marcha Radetzky, anticipa su propio ocaso; el mundo de los tenientes “reales e imperiales” está, al igual que en las obras de Schnitzler (Partida al amanecer, El teniente Gustl, La ronda), condenado a su desaparición por su propia inanidad y sinsentido. El Imperio desaparecido expresa, por ende, la búsqueda de un punto vacío fuera de la historia, algo que la trascienda para darle sentido, como un marco ajeno a las tensiones y a la dialéctica de poder que deja fuera de dicha historia al judío, que en Roth siempre tiene un alma oriental. En este ethos del fracaso, tan peculiarmente judío, reconocemos a autores contemporáneos como Bernhard o Sebald, escritores en lengua alemana que se identifican, en un momento u otro de su obra, cuasi-autobiográficamente con las tragedias pasadas para las que exigen rehabilitación o, como poco, comunidad de destino, y reconocemos como experiencia judía contemporánea la obra de Imre Kertész, quien comprende a las claras qué significa “venir de atrás” y el sentido convulso, paradójico y desazonador de ser judío en Europa.
La fractura de la historia para el pueblo judío y la consiguiente alienación en medio de su sociedad para la que ya no cuenta, es la cuestión esencial que hacen patente gran parte de las novelas y relatos de Roth, manifestada de forma privilegiada en esa suerte de apasionante reportaje que es Juden auf Wanderschaft (Judíos errantes), un alegato a favor de la hondura y de la enorme carga cultural y espiritual de esa experiencia excitante, torturada y extática vivida por los judíos del Este y que dio a Europa un sabor inconfundible, un contrapunto agudo y crítico23. Compenetrado con la nostalgia de lo eterno, espiritual y políticamente hablando, Roth ejerce, en medio de sus vicisitudes, de esa conjunción de desastre y genialidad que fue su vida, la función de revelador y catalizador de una situación, la tragedia del pueblo judío que se gestaba, y que en su narrativa se muestra anticipadamente24.
En esta tarea, sus personajes ejercen de reactivo, su presencia hace visible y precursora el desastre que se avecina. Los burgueses arruinados, captados por grupúsculos fascistas y antisemitas, que pueblan La tela de araña, o que se gestan en La cripta de los capuchinos, comparten con los anti-heroes de Ödön von Horváth, la sobrecogedora carga de una mirada profética dirigida a una humanidad pequeñoburguesa, egoísta y corrompida, una sociedad en la que se gestaba el horror que habría de venir25. Detectado el mal, también se evidencian quiénes van a ser sacrificados en su expansión. Los habitantes del universo de disolución que ambientaHotel Savoy, Fuga sin fin, El profeta mudo o El peso falso, viven en una atmósfera de abandono a lo desconocido y, sobre todo, de absoluta soledad existencial. Estos “héroes clásicos invertidos”, que vienen de Bucovinia, Galitzia, Moravia o Rutenia, intentan integrarse en la “sociedad occidental”. Llegan tarde a esta empresa porque su mundo anterior les confería la posibilidad de una identidad judía vivida con dramas y sobresaltos, pero con el referente de una ciudadanía en el seno del Imperio. Al contrario que sus hermanos de la Rusia de los Zares, judíos polacos, ucranianos o lituanos, su mundo referencial presentaba una conciliación entre lo oriental y lo occidental, aunque fuese con la condición de parias. Sin embargo, por encima de todas estas matizaciones, paradójicamente su desubicación tendrá a la postre las mismas consecuencias que la de los judíos occidentales altamente asimilados, con la notable y trágica diferencia de haber evitado siglo y medio de ímprobos esfuerzos asimilatorios. Una conclusión despiadada que encierra el terrible drama del judaísmo europeo.
Los intentos de inserción social de los Ostjuden de los antiguos territorios austriacos son elaborados narrativamente por Roth con señales de alarma y aviso. Esta llamada de atención es una advertencia contra los riesgos de perder los últimos signos identitarios en medio de una Europa nacionalista, agresiva y contra-ilustrada que está preparada para exterminarlos, aplastándolos antes con sus mecanismos burgueses, que Roth identifica como “la falsedad, la instrumentalización represiva de sus superestructuras ideológicas y de sus banderas”26. En la patria que anhelan y que creen descubrir, los personajes de Roth, Anselm Eibenschütz, Arnold Zipper o Paul Bernheim27, se alienan y se pierden, en un drama en el que se nos confronta con los presupuestos y las mentiras de la sociedad occidental. Eibenschütz, al igual que el agrimensor K. (El castillo), expresan una clara contraposición entre lo que significa estar “dentro” y “fuera”, la presencia de una alienación entendida como pérdida, en un caso, e imposibilidad en el otro. El primero está “fuera” porque es un judío asimilado que ha perdido todo vínculo con sus raíces, junto al mundo que parecía darle cobijo y que, sin embargo, ha recibido el don de la conciencia de su situación, la suerte de “aprender la verdad sobre sí mismo”28. El agrimensor K. está fuera del castillo, morirá sin haber podido entrar, una muerte natural producto del agotamiento y, sin embargo, hasta el fin no desistirá en llamar justo a lo justo e injusto a lo injusto, “rehusando a obtener como regalo de arriba el derecho que le corresponde como ser humano”29. Asimilarse es, en este sentido, para estos personajes que viven cronológicamente los años 1920-1930, pérdida y renuncia identitaria que trae como consecuencia el estar a merced del peligro. Su drama se une al de todos los miles de judíos que, antes que ellos ya lo habían intentado y que, al igual que ellos experimentaron, aun sin saberlo entonces, el mismo fracaso, esos de los que el propio Roth afirma en Judíos errantes:
“Renunciaron a ellos mismos, se perdieron ellos mismos. Su triste belleza se separó de ellos y sobre sus curvados hombros permanecía un estrato, gris como el polvo, de angustia sin significado y de vulgar afán sin tragedia. El desprecio se les quedó pegado en el cuerpo, con la única diferencia de que antes habían sido tratados a pedradas. Llegaron a compromisos. Cambiaron sus maneras, sus barbas, sus peinados, su liturgia, su vida doméstica –ellos mismos se atuvieron a la tradición todavía–, pero la herencia trasmitida se alejó de ellos. Se convirtieron en simples y pequeños burgueses. Las preocupaciones de los pequeños burgueses se convirtieron en las suyas. Pagaban impuestos, eran inscritos en registros y se sentían reconocidos en una nacionalidad que les venía otorgada con mil vejaciones”30.
Tanto el judío que permanece en Kiev, Kowno o Tarnopol, como los habitantes de pequeños shtetl galitzianos, los “judíos errantes” de Roth, que emigraron desde comienzos de siglo a Berlín, París o Viena, y todos los judíos ciudadanos de países de la Europa Occidental más o menos profundamente asimilados, compartirán desde 1933 hasta 1945 la misma tragedia que desplazará para siempre, por la fuerza de la destrucción y el asesinato, el centro del judaísmo de Europa. Esta tragedia, de naturaleza infinitamente superior a cualesquiera otras que el pueblo judío hubiera experimentado a lo largo de su historia, injustificable desde el antisemitismo clásico o desde el mero conflicto cristianismo-judaísmo, más allá de cualquier autopercepción patológica del propio individuo o colectivo judío, conecta en su desarrollo y materialización con el endurecimiento de una condición existencial gestada en el fracaso asimilatorio y vinculada estrechamente al propio fracaso del proyecto moderno31.
En esta controversia de gran calado, tiene para nosotros un indudable interés uno de los objetivos fundamentales de la crítica de Arendt expresada en La tradición oculta, el papel de los literatos judíos asimilados que fueron testigos de los momento históricos que precedieron a Auschwitz, y que estamos confrontado dialécticamente en esas dos posiciones antitéticas que simbolizan Joseph Roth y Stefan Zweig. Resulta curioso cómo los años a caballo entre los siglos xix y xx, ese tiempo previo a la Primera Guerra Mundial, donde las formas políticas existentes, no reconocidas ya como legítimas por los pueblos, y que sin embargo sobrevivían incomprensiblemente, eran descritas por judíos como Zweig como “la edad de oro de la seguridad”32. Más curioso aun se nos presenta, como hemos visto más arriba, el hecho de comprobar que la década previa a la toma del poder por Hitler pueda ser recordada como “un regalo inesperado” por el autor vienés. Para estos judíos asimilados de la alta burguesía o de la élite cultural e intelectual, no concientizados identitariamente, o tan sólo vinculados de un modo esteticista e intelectual con el rechazo o la aceptación de su ser judío, los asuntos políticos, indica Arendt, tenían bien poca importancia33. La ampliación del radio de influencia económico europeo o las controversias de las vanguardias artísticas, el culto a la música y al teatro, los vuelos a motor o la carrera por el Polo, ocupaban demasiado a Europa como para que estos judíos percibiesen la profusión de signos que anunciaban la catástrofe inminente. En el fondo, como el propio Zweig reconoce, “en esta conmovedora confianza en poder empalizar la vida hasta la última brecha, contra cualquier irrupción del destino, se escondía, a pesar de toda la solidez y la modestia de tal concepto de la vida, una gran y peligrosa arrogancia”34.
Igual de cosmopolita pero “con un corazón más judío”, con una mirada más “trascendente e imaginaria”, en palabras de Magris, y con la libertad espiritual y radicalidad que da la itinerancia permanente, el no poder identificarse con un hogar propio y sí con muchos, Joseph Roth afirma en relación el binomio judíos-cultura que, “desde los inicios del siglo xx los escritores que han hecho alguna contribución a la literatura alemana han sido los siguientes: judíos, medio judíos y judíos en un cuarto, es decir escritores de ‘ascendencia semítica’, para hablar en la jerga del Tercer Reich”35. Peter Altenberg, el poeta admirado por Améry, el comediógrafo Oscar Blumenthal, Max Brod, amigo de Kafka y redescubridor de la figura de Tycho Brahe, Alfred Döblin, el iniciador de la novela urbana alemana, el dramaturgo Bruno Frank, Maximilian Harden, periodista, el dramaturgo Walter Hasenclever, que dejará antes de morir un desgarrador testimonio de su reclusión en Francia, Paul Heyse, el primer premio Nobel alemán, Hugo von Hofmannsthal, lírico y prosista refinado, “heredero clásico de los tesoros católicos de la vieja Austria”, como gusta en llamarlo Roth, Karl Kraus, el gran polemista y santón de toda la cultura vienesa, los escritores épicos Alfred y Robert Neumann, Rainer María Rilke, Jakob Wassermann, Arthur Schnitzler, Franz Werfel, Arnold Zweig, Egon Erwin Kisch, conforman una lista sin fin, una colosal pléyade de genialidades de contemporáneos, un fenómeno absolutamente extraordinario de confluencia de destacados intelectuales y artistas en el corto espacio de unas décadas.
En la consideración de este fenómeno de profusión de lo genial, encontramos, no obstante, elementos psicosociales compensatorios realmente singulares desde la propia consideración de sus protagonistas. Podemos afirmar que, ni tan siquiera aquellos judíos altamente asimilados, numéricamente reducidos, que no eran conscientes del auténtico fracaso de la asimilación o, simplemente, que creían que la convivencia pacífica y bienintencionada era aun posible –pensemos en Mi vida como alemán y como judío de Jakob Wassermann–, ignorando los peligros que se cernían sobre los judíos europeos, escapaban a esos “mecanismos compensatorios” o estrategias que certificasen la autenticidad de su asimilación. Mientras que en la burda caracterización antisemita, se presenta el enriquecimiento como la verdadera y auténtica finalidad de la vida de un judío, la realidad es que lo que definía en gran medida a gran parte de esa burguesía judía de la época es el deseo de crear una casta de hombres ilustres, una sociedad de celebridades, el deseo de convertir la fama en un ambiente social36, de subvertir la desigualdad de la que se era no consciente por una dicotómica y desigual escisión entre la excelencia cultural y el “no contar en ese ámbito”. Zweig lo reconoce abiertamente, al tiempo que nos sitúa ante el trasfondo conocido de prejuicios, desconocimiento y autonegación:
“En opinión generalmente aceptada, la verdadera y típica finalidad de la vida de un judío consiste en hacerse rico. Nada más falso. Para él, llegar a ser rico significa sólo un escalón, un medio para lograr un auténtico objetivo, pero nunca es un fin en sí mismo. El deseo propiamente dicho del judío, su ideal inmanente, es ascender al mundo del espíritu, a un estrato cultural superior. Ya en el judaísmo ortodoxo oriental, donde tanto las debilidades de toda la raza como sus méritos se dibujan nítidos y extensos, encuentra esa aspiración de la voluntad a lo espiritual por encima de lo meramente material su expresión plástica: el hombre piadoso, el erudito de la Biblia, está mil veces mejor visto por la comunidad que el rico; incluso el más acaudalado preferirá entregar a su hija en matrimonio a un intelectual pobre de solemnidad que a un comerciante”37.
Stefan Zweig fue uno de los escasísimos judíos a los que la sociedad de la época –para quien, no lo olvidemos, nunca dejaron de ser parias o medio-parias ilustres–, le concedió la gracia de olvidar “sus leyes no escritas”. Merced a su enorme fama y celebridad, a ese “poder irradiado por la fama”, personajes notoriamente antisemitas como Richard Strauss o Haushofer fueron sus amigos, las autoridades nazis tuvieron serios problemas para poder justificar la retirada de su obra y se vieron en más de un aprieto para impedir el concurso de su obra en la vida cultural de la Alemania de los primeros años del nacionalsocialismo. Zweig rememora en su autobiografía diversas anécdotas al respecto, como el alboroto suscitado por la proyección en Alemania de una película basada en su narración Secreto ardiente, o las dificultades que supuso para Strauss su colaboración con él mismo ejerciendo de libretista para sus óperas. El autor destaca al respecto: “Y por extraño que parezca, me correspondió precisamente a mí el poner en una situación especialmente penosa al nacionalsocialismo e incluso a Adolf Hitler en persona. De entre todos los proscritos, no fue sino mi figura literaria la que se convirtió en objeto, repetidas veces, de la irritación más furibunda y de unos debates interminables en la villa de Berchtesgaden, de modo que puedo añadir a las cosas agradables de mi vida la modesta satisfacción de haber disgustado al hombre –de momento– más poderoso de la época moderna, Adolf Hitler”38. La fama de la que gozó Zweig hasta la ascensión del nazismo fue un aval ilimitado de excelencia e integración social, una situación de excepcionalidad, en las antípodas de la exclusión sociopolítica de miles de judíos en la época y, sin embargo, la perversa máscara de una ilusión y de un fracaso. El “éxito como patria” ofrece unos “derechos de ciudadanía” tan débiles y volubles como intensos podían parecer, para el que los poseía, los valores de esa supuesta internacionalidad humanista, justa y culta, compartida con tantos otros alrededor del “alma de Europa”. A este respecto, el balance final de Arendt no puede ser más contundente:
“Como, cuando es grande, el éxito traspasa las fronteras nacionales, las celebridades adquirían con facilidad el estatus de representantes de una confusa sociedad internacional en la que los prejuicios carecían de validez. En cualquier caso, era más fácil que un judío austriaco fuese aceptado como austriaco por la sociedad de Francia que por la de su propio país. El cosmopolitismo de esta generación, esta curiosa nacionalidad que sus miembros aducían cuando se les recordaba su origen judío, mostraba la fatal similitud con esos pasaportes que permiten a sus titulares permanecer en todos los países excepto en el país que los ha expedido”39.
El derrumbe del mundo de ayer, atisbado por algunos espíritus precoces, por esos “precursores” que como Kafka, Benjamin o Roth presintieron la catástrofe que el mundo occidental albergaba y estaba a punto de consumar y, también, quiénes iban a engrosar la nómina de los caídos en esa historia de la ignominia, se llevó por delante toda supuesta “sociedad internacional de celebridades”, como se llevó millones de vidas y los esfuerzos históricos de todos aquellos judíos que lucharon por la emancipación de su pueblo o, simplemente por preservar su “diferencia” exigiendo igualdad. El paria consciente y el inconsciente se enfrentaron a un destino común. En el caso de Zweig, el fin de su vida, trastornado por el exilio y angustiado ante lo que intuía un futuro sin salida, fue la huida de un mundo transformado por la barbarie. En su último artículo, El gran silencio, el intelectual pacifista, humanista, que excepto en sus alegatos anti-belicistas de carácter etéreamente universal nunca se ha implicado en las convulsiones políticas del momento, intenta posicionarse ante lo que está ocurriendo en Europa. Sin embargo, como bien destaca Arendt, no menciona ni una sola vez la palabra “judío”, no relaciona en modo alguno su propia suerte personal como judío con la situación de los millones de judíos que, en aquel momento, morían o estaban amenazados de muerte. Siguió hablando hasta el final, “al servicio del humanismo”, como europeo, no como judío. Con motivo de su muerte, el escritor praguense Franz Werfel, pronunció un discurso de despedida que refleja claramente la distancia tan absoluta de muchos de estos judíos con respecto a su condición y al mundo real, la acosmia y el vacío identitario:
“Grandiosa y sagrada es la lucha del hombre contra el mal. Por eso también, esta lucha sagrada sólo debe acompañar al hombre hasta el umbral de su habitación mortuoria, pero no más allá. El sentido más profundo de la palabra libertad quiere que los asuntos del mundo –y si dependiera de ellos la salvación de todo un siglo–, no deben inmiscuirse en la última soledad del individuo con su Dios”40.
Notas
1 J. ROTH, Auto de fe del espíritu, en La filial del infierno en la tierra, Barcelona 2004, p. 28.
2 S. L. GILMAN-J. ZIPES, Jewish Writing and Thought in German Culture, New Haven, p. XXI.
3 Cfr. S. MORGENSTERN, Huida y fin de Joseph Roth, Valencia 1999. Sobre la vida y obra de Joseph Roth, junto a la obra citada, cfr. G. VON CZIFFRA, El santo bebedor, Gijón 2002.
4 H. ARENDT, Los orígenes del totalitarismo. 1. Antisemitismo, Madrid 2000, p. 93.
5 Ibidem.
6 S. ZWEIG, La Viena de ayer, Buenos Aires 1951, pp. 11-12.
7 J. ROTH, Auto de fe del espíritu ,op cit, p. 26.
8 J. ROTH, Europa sólo es posible sin el Tercer Reich, en La filial del infierno…, op cit, p. 60.
9 J. ROTH, Ebrei erranti, Milano 1993, p. 11.
10 S. ZWEIG, El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Barcelona 2001, pp. 436-437.
11 op cit, p. 438.
12 H. ARENDT, Los judíos en el mundo de ayer, en La tradición oculta, Barcelona 2004, p. 80.
13 S. ZWEIG, El mundo de ayer, op cit, p. 451.
14 Sobre la vida y obra de Stefan Zweig, cfr: F. M. WINTERNITZ-ZWEIG, Stefan Zweig, Barcelona 1947; R. J. KLAWITER, Stefan Zweig. An Intelectual Bibliography, Riverside 1991; K. ZELEWITZ, S. Zweig Publishes his First Volume of Poetry, en S. L. GILMAN-J. ZIPES, op cit, pp. 249-254, un artículo en el que se abordan la vida como escritura y el peculiar judaísmo del autor.
15 S. ZWEIG, El mundo de ayer, op cit, p. 22.
16 op cit, p. 27.
17 S. ZWEIG, Mendel, el de los libros, en Sueños olvidados y otros relatos, Barcelona 2000, p. 301.
18 S. ZWEIG, Jeremías, Barcelona 1948, p. 72.
19 L. FEUTCHWANGER, La guerra de los judíos, Barcelona 1993, p. 308.
20 S. ZWEIG, El candelabro enterrado, Barcelona 1956, pp. 152-153.
21 C. MAGRIS, Lejos de dónde. Joseph Roth y la tradición hebraico-oriental, Pamplona 2002, p. 61.
22 op cit, p. 62.
23 Las páginas dedicadas a la “ciudadanía hebraica” analizan, entre otras cuestiones, el enorme valor espiritual y cultural de las manifestaciones cotidianas de la vida judía oriental y su vinculación como lo humanístico occidental. Cfr. J. ROTH, Ebrei erranti, op cit, pp. 31-58.
24 C. MAGRIS, op cit, p. 62.
25 En concreto, su producción teatral de finales de los veinte, con obras como El ejército negro o Revuelta en la cota 3.018, donde se gestan personajes que plasmaría, en los años posteriores, ya exiliado por “degenerado y pacifista”, en sus dos novelas magistralesJuventud sin Dios, Madrid 2000 y Un hijo de nuestro tiempo, Madrid 2001.
26 C. MAGRIS, op cit, p. 67.
27 Protagonistas, respectivamente, de El peso falso, Madrid 1994; Zipper y su padre, Barcelona 1996; A diestra y siniestra, Madrid 1982.
28 J. ROTH, El peso falso, op cit, p. 60.
29 H. ARENDT, La tradición oculta, op cit, p. 72.
30 J. ROTH, Ebrei erranti, op cit, pp. 21-22.
31 En este sentido, Hanna Arendt ha destacado cómo existe una constante, una imagen permanentemente asociada a la identidad judía europea desde el inicio de la asimilación, la figura del judío paria. No es este el rasgo distintivo de unos pocos judíos o de un grupo determinado, que pueda ser confrontado con el resto. Al contrario, todos los judíos europeos, asimilados o no, compartieron, hasta la llegada de las leyes raciales y la implantación del dominio alemán en prácticamente toda Europa, esta condición deparia. Cfr. H. ARENDT, La tradición oculta, op cit.
32 S. ZWEIG, El mundo de ayer, op cit, p. 17.
33 H. ARENDT, Los judíos en el mundo de ayer, op cit, p. 79.
34 S. ZWEIG, El mundo de ayer, op cit, p. 19.
35 J. ROTH, Auto de fe del espíritu, op cit, p. 32.
36 H. ARENDT, op cit, p. 84.
37 S. ZWEIG, El mundo de ayer, op cit, p. 29.
38 S. ZWEIG, op cit, p. 462.
39 H. ARENDT, Los judíos en el mundo de ayer, op cit, p. 85.
40 E. F. WINTERNITZ-ZWEIG, op cit, p. 400.
Publicado en Raíces número 64, otoño de 2005
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